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Una defensa de la paridad de género en el proceso constituyente
27 de Noviembre de 2019
Autores: Yanira Zúñiga Añazco
A propósito de
la posibilidad de una convención o asamblea constituyente se ha empezado a
discutir sobre la necesidad de garantizar una adecuada presencia femenina en la
constitución de dicho órgano. La cuota electoral, ya contemplada por la
legislación chilena para las elecciones de diputados, debería aplicarse a los
efectos, como piso mínimo, debido a la remisión que el Acuerdo Político
respectivo hace a dichas reglas electorales para determinar la composición de
las dos modalidades de convenciones que este contempla. Con todo, aquí quiero
defender la paridad como una alternativa, más legítima y efectiva que las
cuotas, para estructurar un proceso constituyente adecuadamente representativo
e inclusivo.
La actual
cuota electoral chilena fue introducida en el año 2015 por ley Nº 20.840, que
sustituyó el sistema electoral binominal por un sistema de carácter
proporcional. Al respecto, dicha ley establece que “de la totalidad de
declaraciones de candidaturas a diputado o senador declaradas por los partidos
políticos, hayan o no pactado, ni los candidatos hombres ni las candidatas
mujeres podrán superar el sesenta por ciento del total respectivo”. En el caso
de no cumplir esta exigencia, la lista se tiene por no presentada. Entre sus
normas transitorias, la mencionada ley establece que esa cuota solo se aplicará
para cuatro elecciones parlamentarias sucesivas (2017, 2021, 2025 y 2029).
Similar restricción temporal afecta a los incentivos económicos previstos para
los partidos políticos cuyas candidatas resulten vencedoras y a la regla que
subordina el procedimiento de elecciones primarias al cumplimiento de la cuota
de 40%.
Se trata,
entonces, de una cuota para sexo infrarrepresentado y no de una cuota para
mujeres. Esto quiere decir que, eventualmente, podría favorecer a los varones
en una disputa electoral. Las recientes elecciones en el Colegio de Abogados —en las que se aplicó una
regla similar, en un contexto de alta movilización de mujeres al interior de
ese colegio profesional— demuestran que este escenario es perfectamente posible. Por otra
parte, la cuota electoral parlamentaria no solo es una medida transitoria, sino
que tiene un plazo de caducidad definido de antemano. Es claro, entonces, que
su diseño no es óptimo. Pero, aunque lo fuera, sus rendimientos simbólicos y
materiales serían siempre inferiores a los de la paridad.
Aunque las
cuotas y la paridad son estrategias orientadas a aumentar la presencia femenina
en los puestos de decisión política, existen entre ellas importantes
diferencias. Las cuotas son un tipo de medida que pertenece al repertorio
antidiscriminatorio. Tienen, en consecuencia, carácter correctivo o remedial y vigencia
provisional. Las cuotas se proponen compensar las dificultades de acceso de las
mujeres al poder sin alterar necesariamente las estructuras que producen la
discriminación política femenina. En
términos simples, las cuotas presuponen que el
sistema político es por naturaleza inclusivo
y que basta con optimizar su funcionamiento para favorecer un incremento lineal
de la participación femenina. Sin embargo, este supuesto está desmentido por la
evidencia arrojada por casi tres décadas de aplicación de estas herramientas
electorales en América Latina. En general, ellas no han logrado equilibrar la
presencia femenina en los puestos de representación política.
Desde el
punto de vista conceptual, la paridad es concebida como un principio de
rearticulación de la democracia representativa (y de la vida social) que asume
que el pueblo es fundamentalmente sexuado o dual y que postula que los órganos
representativos y los procesos de toma de decisiones públicas deben reflejar fielmente
esa dualidad. Dado que las mujeres constituyen demográficamente la mitad de la
humanidad, la paridad demanda una presencia equivalente de hombres y mujeres en
los procesos de toma de decisiones políticas.
La paridad
es, en consecuencia, un principio político que reformula la representación en
clave de género, y cuya vocación es transformativa y de permanencia. El
objetivo de la paridad es atacar las raíces estructurales de la subrepresentación
femenina. Para ello propone el reparto equilibrado y estable del poder
democrático entre mujeres y hombres; y no solo una simple participación (a
menudo, mezquina) de las primeras en el poder que ejercen estos últimos, como
si se tratara de un “derecho naturalmente masculino”. Al reencuadrar
simbólicamente la idea de la soberanía del pueblo, incorporando en ella a las
mujeres como verdaderas protagonistas, en lugar de actrices episódicas y
subalternas, se erosiona la identificación de lo político como una práctica
eminentemente masculina.
Por otra
parte, la paridad contribuye a atacar las barreras materiales que obstaculizan el
ingreso de las mujeres a la política formal en condiciones de igualdad con los
varones. Entre estas barreras destaca la división sexual del trabajo, la que implica
un alto costo alternativo para aquellas mujeres que se dedican a la política. La
evidencia empírica muestra que la presencia de una masa crítica de mujeres en
los espacios de decisión política desestabiliza la división sexual del trabajo impulsando
diversas reestructuraciones de dinámicas organizacionales que incluyen el
propio trabajo legislativo.
Por
último, una distribución equilibrada del poder mejora significativamente las
posibilidades de que los intereses de las mujeres sean adecuadamente recogidos
y protegidos por el proceso político. Anne Phillips (2000) argumenta que la política de la presencia es el vehículo
más adecuado para que la política de las
ideas aborde los problemas de los grupos históricamente marginados porque reduce
la brecha epistémica o vivencial entre representantes y representados, disuelve
la oposición entre democracia representativa y democracia participativa; y permite
que los intereses de las mujeres – habitualmente omitidos en el debate público–
sean considerados.
Es evidente que el momento de otorgamiento de una constitución es un momento político fundacional en el que se despliega, en todo su esplendor, la concepción del pueblo como soberano. En consecuencia, la legitimidad democrática de este proceso es crucial. Esta depende, a su vez, de la capacidad que tenga el órgano constituyente para representar simbólicamente a ese pueblo. La paridad contribuye de manera directa y efectiva a este propósito. Pero, hay más. La paridad tiene rendimientos en términos de representación sustantiva. No hay duda de que las mujeres concentran las mayores vulnerabilidades sociales: son más pobres que los varones, están más expuestas a la violencia y a otras injusticias de estatus, y sus experiencias vitales, necesidades y concepciones del mundo han sido históricamente invisibilizadas, marginándolas sistemáticamente de los procesos de toma de decisiones en todas las esferas de la vida social. La incorporación paritaria de las mujeres en el órgano constituyente las dota de una verdadera voz política y mejora sustantivamente las posibilidades de que sus intereses sean adecuadamente considerados. En suma, hay poderosas razones, vinculadas a la legitimidad política del proceso constituyente y a su justicia material, para incorporar la paridad como un principio vertebrador del órgano constituyente y, en general, de la democracia representativa chilena.
Yanira Zúñiga Añazco
Profesora de Derechos Fundamentales