La deficitaria construcción de la ciudadanía femenina en Chile
Ad portas de la celebración del Día Internacional de la Mujer, la Ministra del SERNAM ha afirmado que “haber tenido una presidenta mujer no cambió la realidad en Chile en términos de participación de las mujeres en el mundo político. Hoy tenemos que ver avances concretos''. Estas declaraciones han generado airadas reacciones tanto en el entorno político del gobierno actual como en las trincheras asociadas al gobierno anterior. En todas se instaba a la Ministra a ser “ecuánime”. Dicha reacción es, a lo menos, curiosa teniendo en cuenta que la realidad respalda, con creces, lo dicho por la Ministra Schmidt.
Hagamos, entonces, una breve retrospectiva sobre la participación política femenina en Chile durante tres décadas de democracia y veamos cómo ésta ha impactado en el déficit de reconocimiento y garantía de los derechos de las mujeres chilenas.
La subrepresentación política de las mujeres ha estado históricamente vinculada a elementos sociales profundamente arraigados y a elementos políticos relacionados, en gran medida, con el Golpe de Estado de 1973. Los primeros se traducen en rasgos socioculturales tradicionales (machismo, marianismo, catolicismo etc.) y en rasgos socioeconómicos heredados (modelo neoliberal). La herencia política de la dictadura, a su turno, se proyecta en múltiples dimensiones. A saber, a) la actividad de los actores políticos (movimientos sociales y partidos políticos), b) la deficitaria construcción de la ciudadanía femenina (desigualdad jurídica en el marco del matrimonio, penalización absoluta del aborto etc.) y c) la configuración del sistema político (democracia de los acuerdos, reforzamiento del presidencialismo, sistema de partidos políticos, escrutinio electoral binominal).
Con el retorno de la democracia, la cuestión de la representación política de las mujeres comenzó a problematizarse. Se planteó explícitamente en los albores de la transición democrática y obligó a los partidos de la Concertación a establecer alguna modalidad de cuota voluntaria. En este sentido, el Partido por la Democracia (PPD), fundado en 1987, insertó en sus estatutos una disposición que garantizaba a las mujeres el 20% de representación en todas las instancias del partido, transformándose en el primer partido chileno en contar con tal política. Le seguirían el partido socialista que, a principios de los noventa, tomó la iniciativa de establecer un mínimo de 30% de cupos de mujeres en las candidaturas y declaró su intención de incrementar ese porcentaje; y la Democracia Cristiana que aprobó en su Junta Nacional de 1996 no aceptar que haya más del 80% de uno de los sexos en los órganos directivos. Los otros partidos políticos, tanto de izquierda como de derecha, se mantuvieron ajenos a esta tendencia, aunque por razones diversas. El Partido Comunista no consideró necesario el establecimiento de una política de cuotas, dado su histórico porcentaje de representación y participación de mujeres (alrededor de 20%), mientras que el Partido Radical Social demócrata lo consideró inconstitucional. En la derecha, a su turno, tanto Renovación Nacional (RN) como la Unión Demócrata Independiente (UDI) se han opuesto fuertemente a estos mecanismos.
Más allá de las coincidencias en el discurso político y a nivel estatutario (cuando las había), los hechos testimonian que todos los partidos políticos chilenos han convergido en una práctica generalizada de resistencia a designar candidatas, desentendiéndose, en su caso, de las cuotas que voluntariamente han establecido en sus estatutos y reglamentos. Tales cuotas han tenido, por tanto, una eficacia variable y limitada.
De ahí que, progresivamente, el escaso debate sobre la participación política femenina se haya ido orientando en Chile, como en el resto del orbe, hacia la necesidad de establecer leyes de cuotas. En este sentido, desde 1997 se han ingresado en el Congreso varios proyectos de ley que buscan establecer alguna modalidad de cuota electoral, incluyendo el proyecto de ley, presentado el año 2007 (durante el Gobierno de Bachelet), que propone el establecimiento de normas que obliguen a los partidos políticos y a los pactos electorales a no incluir más de un 70% de personas de un mismo sexo en la declaración de sus candidaturas, bajo apercibimiento de rechazo de todas ellas por el Servicio Electoral, y a respetar tales porcentajes en sus elecciones internas. Ninguna de estas iniciativas ha prosperado.
Chile tiene, entonces, a su haber una doble particularidad. Es de los pocos países a nivel mundial que han elegido a una mujer para el más alto mandato ejecutivo. Y es también uno de los pocos países que no cuenta aún con una legislación de cuotas, en el ámbito regional americano. A resultas de esto último exhibe una presencia femenina en el Congreso que se sitúa por debajo del promedio regional americano (23%) y muy lejos de las cifras de Argentina y Costa Rica que se empinan cerca del 40%. Lo anterior nos sitúa en el puesto 88 sobre 190 Estados, de acuerdo a la clasificación mundial de la Unión Interparlamentaria Internacional; y muy por debajo de la ubicación de la gran mayoría de nuestros vecinos latinoamericanos.
Estas magras cifras se han mantenido relativamente constantes desde el retorno a la democracia. La presencia histórica de mujeres en el Senado ha sido tradicionalmente de dos senadoras (5,2%) y se ha incrementado recién en la última elección parlamentaria alcanzando a 5 escaños ocupados por mujeres, lo que representa un 13, 2% de la Cámara Alta. La Cámara Baja, por su parte, ha registrado una tendencia al alza superior a la del Senado, pero ésta se ha estancado en las dos últimas elecciones en 17 diputadas, esto es, el 14% de dicha Cámara.
El estudio del caso chileno arroja varios factores explicativos de la baja presencia de mujeres en el Parlamento. Algunos se relacionan- como ya se insinuó- con la internalización de la construcción social de roles de género por parte de las propias mujeres y otros se vinculan con la existencia de barreras externas que obstaculizan la entrada a la política formal (como la distribución inequitativa de las responsabilidades domésticas). Sin embargo, los mayores obstáculos para que las mujeres chilenas desarrollen una carrera política y accedan a los puestos de representación popular, están dados por factores institucionales: la resistencia de los partidos políticos, las características del ambiente partidista y la configuración del sistema electoral.
En relación con este último espectro de causas, cabe destacar la influencia del sistema electoral binominal en la escasa representación femenina. Este sistema electoral, como es sabido, fue introducido por la dictadura militar en reemplazo del sistema proporcional que gobernó las elecciones chilenas hasta 1973; y tiene el efecto fundamental de favorecer la formación de grandes bloques políticos, en desmedro de las fuerzas políticas minoritarias. Todo ello tiene un impacto directo en la baja representación femenina en el Congreso.
En primer lugar, el sistema binominal, al marginar a las agrupaciones menores o más pequeñas, excluye, por extensión, a las mujeres dado que aquellas agrupaciones usualmente han sido más permeables a la entrada de nuevos actores sociales a la arena política, como lo demuestran los datos del Servicio Electoral. Por otra parte, las características de la competición electoral bajo el sistema binominal -el hecho de que sólo se puedan nombrar dos candidatos(as) por lista y que sea necesario obtener 33% de los votos o doblar ese porcentaje para obtener un escaño en el Congreso-, favorecen que los partidos políticos concentren sus esfuerzos de campaña en quienes consideran candidatos "fuertes". O sea, ordinariamente, políticos de sexo masculino con una longeva carrera. Además, origina una fuerte competencia al interior de cada coalición, derivada de la sobrerepresentación de la segunda mayoría, la que le otorga poder a las cúpulas de los partidos tradicionales.
Este caldo de cultivo promueve una lógica de “apoderamiento” de los distritos, facilitada por la inexistencia de una regla que limite la reelección indefinida de los candidatos. En el caso chileno- a diferencia de lo que ocurre en el resto de América Latina- el índice de re-nominación de legisladores es del orden del 60% y la gran mayoría de ellos son reelectos. En los tres países latinoamericanos más exitosos en aumentar la presencia femenina en los puestos de elección popular- Argentina, Costa Rica y México- los índices de reelección son, en cambio, muy bajos. En los casos de Costa Rica y México la reelección para mandatos sucesivos está prohibida. En Argentina- que, al igual que en Chile, no cuenta con una norma que prohíba la reelección de los legisladores- la tasa de reelección, sin embargo, no sobrepasa el 20%. Esto puede explicarse porque, en el caso argentino, el carácter federal del sistema político ofrece un amplio "crisol" de cargos estatales en las provincias y municipalidades, suficientemente atractivo para la vertebración de carreras políticas.
Como si todo lo anterior no fuera poco, la designación de candidatos para elecciones populares en el marco de los partidos tradicionales ha sido monopolizada por las cúpulas partidarias. Esto genera un efecto de exclusión de los outsiders (mujeres y jóvenes). En la última elección parlamentaria, por ejemplo, algunas de las candidatas “fuertes” que ocupaban escaños en la Cámara de Diputados fueron nominadas y electas para la Cámara Alta (lo que explica el incremento de mujeres en el Senado), pero sus cupos no fueron, en contraste, ocupados por mujeres en la Cámara de Diputados, lo que determinó que el porcentaje de mujeres se haya estancado en esta última.
Este mecanismo de designación de candidaturas ha sido complementado por una ley aprobada en 2012 la cual establece un sistema de primarias para la elección de los candidatos, de carácter voluntario y vinculante para aquellos partidos políticos y pactos electorales que decidan realizarlas. Sin embargo, dicho cuerpo legal no establece un mecanismo específico para incentivar la participación femenina pese a que, durante su discusión parlamentaria, se planteó la posibilidad de la incorporación de una cuota. Con todo, esta última ley podría favorecer la candidatura de mujeres en los casos en que los partidos decidan implementar estas elecciones primarias, considerando que cuando las mujeres han logrado transformarse en candidatas su porcentaje de elegibilidad tiende a equipararse con la de los candidatos masculinos, según demuestran los resultados históricos de las elecciones parlamentarias y municipales en Chile. El cambio de sistema de sufragio, desde un sistema con voto obligatorio e inscripción voluntaria a un sistema de inscripción universal automática y voto voluntario; y que- como es sabido- acaba de debutar en las elecciones municipales de 2012, ofrece también una posibilidad de aumento de la representación femenina. Lo anterior porque la indeterminación y relativa volatilidad del nuevo electorado (constituido especialmente por jóvenes), crea incentivos para explorar estrategias diversas y nuevos perfiles de candidatos, a fin de “encantar” a estos nuevos votantes.
Pese a estos dos posibles avances, el actual escenario político institucional chileno, en general, no es auspicioso. Presenta dos graves problemas en relación con su potencial para incrementar la representación política femenina. Por un lado, las posibilidades de conjugar el sistema electoral binominal con un adecuado mecanismo de cuotas de género son extraordinariamente restringidas, en atención a las razones esbozadas más arriba. Por otro, durante todo el período democrático las dos grandes coaliciones políticas, de centro- izquierda y de derecha, han mostrado renuencia a modificar el sistema electoral binominal debido a que este régimen garantiza su propia autopreservación. En consecuencia, no parece previsible, a corto plazo, el establecimiento de un sistema electoral de características proporcionales, que es el tipo de régimen que mejor se presta para incrementar la presencia femenina en los puestos de representación popular.
¿Es relevante todo esto para la construcción de la ciudadanía femenina en Chile? La respuesta es categóricamente afirmativa. La investigación empírica viene demostrando que un aumento de la presencia de mujeres en los puestos de representación política, y particularmente en el Congreso, resulta fundamental para la promoción de una agenda de género. Esto es todavía más relevante en ambientes partidarios- como el chileno- en que los partidos políticos se organizan en torno a clivajes ideológicos que tienden a articularse en relación con los roles de género, la sexualidad y la estructuración de la familia. En efecto, el alto nivel de coherencia ideológica de los partidos políticos chilenos y el hecho de que las temáticas de género sean categorizadas como “morales” y consideradas una fuente de diferenciación ideológica entre partidos, dificulta la cooperación entre ellos respecto del reconocimiento de los derechos de las mujeres y la garantía de la equidad de género. Si a ello le sumamos el hecho de que no existe en el Congreso una comisión específica sobre igualdad de género y que, en contrapartida, los temas asociados a los derechos de las mujeres son usualmente discutidos en el ámbito de la comisión de familia, no es difícil concluir que tal simbolización articula por completo el sistema institucional.
¿Cuáles son las repercusiones más evidentes de este verdadero círculo vicioso? Las fuertes divisiones ideológicas entre los partidos de derecha y el conglomerado de partidos de centro-izquierda ( e, inclusive, en el seno de este último) en torno a los temas ligados a la familia y la sexualidad, combinadas con la artificial distribución equilibrada de fuerzas políticas derivada del binominal; redundan en que no se haya logrado avances significativos, durante los 30 años de reinstalación de la democracia, en lo concerniente al reconocimiento y garantía de los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres. Al contrario, la despenalización del aborto- particularmente del aborto terapéutico- se ha transformado en un verdadero nudo gordiano. Recordemos que esta hipótesis estaba permitida por la legislación chilena hasta el año 1989 en que la dictadura militar, como parte de las llamadas “leyes de amarre”, modificó la disposición del Código Sanitario que lo regulaba, estrechándola al punto de, prácticamente, anularla. A partir de ahí se han ingresado en el Congreso varios proyectos de ley para reponerlo sin éxito. Durante el año 2012, una vez más, el Senado rechazó las tres iniciativas que buscaban legalizar el aborto terapéutico, y contemplaban además (dos de los proyectos) la inclusión de las indicaciones eugenésica (feto inviable y graves malformaciones fetales) y criminológica (embarazo resultado de violación).
En consecuencia, la Ministra del SERNAM ha sido certera en su observación: urge contar con avances concretos. No sólo con discursos que enfaticen, de tiempo en tiempo (sobre todo, en período electoral), el importante rol de las mujeres como ciudadanas.
Profesora de Derechos Fundamentales - UACh
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