Río+20 y “el Futuro que queremos”
Como muchos habían previsto, la Conferencia oficial de la ONU sobre Desarrollo Sostenible Río+20 fue un fracaso. No sólo lo dicen las organizaciones de la sociedad civil, las que se congregaron masivamente en Río de Janeiro en la Cumbre de los Pueblos, sino el propio Secretario General de la ONU Ban Ki Moon, quien sostuvo: "Nuestros esfuerzos no han estado a la altura de la medida del desafío. La naturaleza no negocia con los seres humanos".
A pesar de la contundente información, ahora sustentada por entidades de la propia ONU, que confirma que nuestras formas de vida y patrones de consumo, en especial las de los países más ricos, nos conducen inexorablemente hacia un colapso ambiental, los jefes de Estado asistentes a esta conferencia no llegaron a acuerdos significativos, ni adoptaron planes de acción concretos para enfrentar esta crítica y urgente realidad. Tampoco crearon instituciones nuevas, y menos aún destinaron recursos financieros para con el mismo objetivo.
En efecto, según sostiene el PNUMA (Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente) en un estudio sobre los cambios experimentados desde el 92, fecha de la Conferencia de Río sobre Medio Ambiente, el deterioro medio ambiental desde entonces a la fecha es alarmante. Ello a pesar de que en esa ocasión se adoptaron tres convenciones internacionales, entre ellas la Convención de Biodiversidad, la Convención de Desertificación, y la Convención de Cambio Climático conteniendo compromisos jurídicamente vinculantes para los Estados que las ratificaron, para hacer frente a la ya evidente crisis ambiental del planeta.
Así, la población de la tierra ha aumentado en los últimos 20 años en un 26% (de 5.500 millones a 7.000 millones). En el mismo período la población urbana creció en un 45% (de 2.400 millones a 3.500 millones), representando hoy el 50% de la población del planeta. Dicha población consume el 75% de la energía mundial, y produce el 80% de la emisiones de carbono a nivel global. El número de ciudades con más de 10 millones de habitantes ha crecido de 10 el año 1992 a 21 el 2012. Relacionado a la urbanización y al modelo de desarrollo vigente, las emisiones de carbono han subido en un 36% (de 22 millones a 30 millones de toneladas). El 80 % de ellas son producidas por los 19 países con mayor desarrollo económico, siendo el sector energético y el industrial los responsables de casi la mitad de dichas emisiones. Como consecuencia de ello la temperatura promedio del plantea ha subido en 0.4 grados, siendo este incremento muy superior en los polos, lo que ha generado entre otros fenómenos, el derretimiento acelerado de los hielos y el incremento del nivel de los océanos (en 2.5 mm por año).
La cobertura de bosques en el mismo período ha disminuido en 300 millones de hectáreas, superficie equivalente a la de Argentina. Relacionado a ello, así como también al derretimiento de los hielos, las fuentes de agua dulce han disminuido considerablemente, lo que determina que a la fecha existan 2.500 millones de personas con dificultad de acceso al agua en el planeta. También relacionado a lo anterior, la biodiversidad a nivel global ha disminuido un 12%, en tanto que en los trópicos lo ha hecho en un 30%.
El deterioro ambiental es igualmente grave en América Latina según constata en un estudio elaborado recientemente por CEPAL, también de la ONU. Así la CEPAL da cuenta que la población del continente ha crecido en 150 millones (de 440 a 590 millones), y que aquellos sectores viviendo en pobreza alcanzan a 170 millones, que la región sigue siendo la que tiene la peor distribución del ingreso en el mundo.
En materia ambiental la región contribuye a un tercio de la deforestación global con casi 100 millones de hectáreas de bosques menos que hace 20 años, lo que, entre otras implicancias adversas, ha incidido en la disminución de la disponibilidad de recursos hídricos y ha contribuido al efecto invernadero. La demanda energética, en tanto, ha crecido en un 76%, afectando los cursos fluviales y resultando en el incremento de las emisiones de gas invernadero. Relacionado a ello, los conflictos socio ambientales en la región se han intensificado, llegando a constituir el 55 % de aquellos existentes en países como Perú. Muchos de estos conflictos afectan de manera especial a los sectores más vulnerables, como los pueblos indígenas, las comunidades de afro descendientes, las mujeres y los niños.
Ante ese escenario era esperable que los jefes de Estado presentes en la reciente Conferencia de Río hubiesen adoptado acuerdos vinculantes, planes de acción y destinado los recursos necesarios para enfrentar esta crítica realidad. Lejos de hacerlo, el documento que suscribieron, que denominaron ironicamente “El futuro que queremos”, a diferencia de aquellos suscritos en 1992, no tiene fuerza obligatoria alguna, sino es un conjunto de declaraciones plagado de “buenas intenciones” y de retórica. Tampoco adoptaron agendas comunes de trabajo en relación con los principales problemas ambientales, como se hizo en 1992 con la adopción de la Agenda XXI. Tal como señalara en su análisis del final de la conferencia el diario inglés The Guardian, el texto final da cuenta de que 190 Estados estuvieron 20 años reunidos entre ellos para “afirmar”, “reconocer” y expresar su “grave preocupación” por la crisis ambiental del planeta, para no hacer nada para enfrentarla.
En efecto, en el documento aprobado la semana pasada, los Estados que lo suscribieron si bien reconocen que la erradicación de la pobreza y de las desigualdades económicas y sociales, la modificación de las modalidades insostenibles de producción y consumo, la protección y ordenación de los recursos naturales, la regeneración y el restablecimiento de los ecosistemas, entre otras materias, son indispensables para el desarrollo sostenible, proponen la “economía verde”, cuyos alcances y contenidos no son definidos, como uno de los pilares para alcanzar dicho desarrollo.
Fue este uno de los aspectos más cuestionados de la declaración de los jefes de Estado, puesto a que como bien sabemos, el discurso verde ha sido utilizado por los Estados, así como por las grandes corporaciones trasnacionales, desde 1992, e incluso antes, para llevar adelante planes e inversiones -incluyendo las extractivas- que, como constata con el PNUMA a nivel global y CEPAL a nivel regional, han resultado en la depredación de los ecosistemas, en la exclusión social, las que han sido determinantes en la crisis ambiental que hoy vive el planeta.
La declaración de los jefes de Estado es insatisfactoria además en numerosos otros temas que preocupan a diferentes sectores de la sociedad civil. La presión de los grandes poderes, incluyendo entre otros Estados Unidos y Reino Unido, cuyas máximas autoridades no viajaron a Río en un hecho demostrativo de su falta de compromiso con la superación de los problemas ambientales que han contribuido a generar, determinó que muchos temas centrales para la sociedad civil, las organizaciones ambientales, los pueblos indígenas, entre otros, fueran excluidos del texto final de la declaración, o que fueran debilitados en su redacción.
Así por ejemplo, los derechos reproductivos de las mujeres, incorporados en el borrador inicial de declaración, fueron eliminados del texto final, ya que para algunos, como el Vaticano, abría las puertas al derecho al aborto. En materia de cambio climático, se incluyó la energía sustentable, pero sin referencia a plazos o a acciones específicas como las políticas de eficiencia energética, necesarios para lograrla. En materia de océanos, la protección de la biodiversidad en alta mar en aguas internacionales fue retirada por presión de las grandes potencias pesqueras, incluyendo EEUU, Japón, Canadá, y Rusia. En materia de bosques, el texto reconoce apenas la importancia de su conservación, sin establecer foros y medios para que ello sea posible. En cuanto a las empresas, se eliminó del texto la obligatoriedad de los informes periódicos de sustentabilidad que estas debían emitir, pasándo estos a ser considerados como “loables.”
Particularmente crítico resultan la falta de acuerdo de los Estados en Río+20 en relación al fortalecimiento de la institucionalidad internacional para llevar a cabo las acciones necesarias para alcanzar el “desarrollo sostenible”, así como la falta de voluntad de destinar recursos financieros para asumir los desafíos identificados en materia ambiental. Paradojalmente, en días previos es esta Conferencia, los jefes de estados del G-20, que agrupa a las principales economías del mundo, acordaron la destinación de un total de US $ 456 billones para que el Fondo Monetario Internacional aborde los problemas de la zona del euro. Al hacerlo priorizan el abordaje de la crisis de los países del sur de Europa, provocada en gran medida por el modelo económico que abrazan, por sobre el enfrentamiento de la crítica realidad ambiental que hoy vivimos a nivel planetario como consecuencia del mismo modelo.
La perspectiva de los Estados contrasta marcadamente con la visión de la sociedad civil, de organizaciones ambientales, de pobladores, trabajadores, mujeres, niños, pueblos indígenas, entre otros sectores, la que se expresó de múltiples maneras -foros, debates, actos culturales, marchas- en la Cumbre de los Pueblos que se desarrolló también en Río en forma paralela a la Conferencia oficial, con la participación de al menos 20 o 30 mil personas. En dicha cumbre no sólo se analizó y reflexionó sobre el crítico estado de los ecosistemas en los que ancestralmente han vivido pueblos y comunidades locales, los que con sus conocimientos tradicionales han sabido conservar hasta ahora, sino también se debatió sobre como enfrentar los poderes económicos y políticos hoy dominantes que han alterado radicalmente sus vidas y culturas y puesto en peligro el planeta en su conjunto.
También hubo espacio para la visión de los movimientos urbanos que trabajan en distintos contextos geográficos para compatibilizar la vida en la ciudad con el medio ambiente. Igualmente, hubo espacio para la voz de las mujeres, los niños, los trabajadores, los campesinos, entre otros sectores excluidos por los modelos de desarrollo vigentes, y que constituyen las principales víctimas de la depredación ambiental del planeta.
En sus conclusiones la Cumbre de los Pueblos identificó como la principal causa de la degradación ambiental el sistema capitalista, denunciando la responsabilidad de las grandes corporaciones en la violación de los derechos de los pueblos y de los derechos de la naturaleza, así también la responsabilidad que corresponde a los países industrializados en la crisis ambiental planetaria.
En un documento titulado “El futuro que no queremos”, los pueblos allí reunidos rechazaron la declaración emanada de la conferencia oficial, sosteniendo que esta representaba el acuerdo de las elites, e instaron a los gobiernos a comprometerse a la realización de los derechos humanos, la democracia y la sostenibilidad. Rechazaron de igual manera la llamada “economía verde”, por considerar esta constituye una nueva expresión de la economía depredadora hasta ahora vigente, y que esta no alterará significativamente los patrones de destrucción ambiental hasta ahora dominantes.
De especial interés fue el debate verificado en torno a los sistemas económicos, y a sus implicancias para la sustentabilidad del planeta. Así frente al modelo económico vigente que nos propone el consumo como principio rector, se propuso el paradigma del “buen vivir” propio de las culturas de los pueblos indígenas en diversos contextos geográficos del planeta, el que supone la revalorización de las formas tradicionales de vida y de los conocimientos y prácticas asociadas a ellas, los que han hecho posible la mantención de los ecosistemas por milenios. También la Cumbre se planteó la necesidad de defender los bienes comunes frente a su apropiación y mercantilización por los Estados y las grandes corporaciones.
Finalmente la Cumbre de los Pueblos subrayó la necesidad de la construcción de democracias más horizontales, y la necesidad de que los Estados y las instituciones de gobernanza global establezcan como prioridad la justicia ambiental y social, como única forma de asegurar la sustentabilidad del planeta.
Llama poderosamente la atención el desinterés que se evidencia en los medios de comunicación y en la clase política en Chile en torno al debate verificado en Río, tanto en la Conferencia oficial como en la Cumbre de los Pueblos. Ello es tremendamente preocupante en un país cuyas opciones de política económica, fundamentalmente basada en la explotación de recursos naturales, han tenido graves implicancias para la conservación de los ecosistemas, con consecuencias devastadoras para muchas comunidades indígenas y rurales, y también para quienes viven en centros urbanos cada vez más insustentables, como es el caso de Santiago.
Preocupa de sobremanera en este sentido el discurso del Presidente Piñera en la Conferencia Río+20. Ello al postular como los centrales pilares de una política en materia ambiental la inclusión social y la superación de la pobreza que considerándola como una amenaza al medio ambiente, y la responsabilidad social empresarial. Bien sabemos que dicha responsabilidad social y ambiental del empresariado no ha existido en nuestro país, y que dicho sector solo asumirá su responsabilidad en este campo cuando sus acciones en detrimento de los derechos de las personas y de los pueblos y del medio ambiente, se pueden hacer legalmente exigibles, cuestión que requiere de una institucionalidad legal y política, y de una cultura, de la que hasta ahora carecemos en Chile.
Los desafíos que nos deja Río son enormes. Resulta urgente que nos los tomemos en serio, ya que según los pronósticos del PNUMA antes referidos, no tenemos mucho tiempo para ello.
José Aylwin
Profesor de Derecho de los Pueblos Originarios - UACh
Coordinador del Programa de Globalización y Derechos Humanos - Observatorio Ciudadano
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