Contrarrevolución
Las movilizaciones ciudadanas desarrolladas los últimos meses nos hacen recordar algo bastante obvio: todo cambio social y político en una sociedad democrática, para que tenga éxito, tiene que contar con el beneplácito de la ciudadanía. Solo los gobiernos autoritarios pueden hacer cambios revolucionarios sin contar con el apoyo de las mayorías. En ese caso, los cambios pueden tener éxito solo bajo la presión de los fusiles y las bombas lacrimógenas.
Digo esto para expresar que la revolución llevada a cabo por el gobierno militar y cuyos pilares básicos sobreviven hasta el día de hoy, parecen estar seriamente cuestionados. La ciudadanía, hace meses, se ha expresado en las calles y a través de encuestas de que no acepta más el modelo de la revolución neoliberal, al menos en lo que importa un retraimiento del Estado en la provisión de bienes públicos como educación, salud, pensiones y en una distribución más equitativa de la renta.
Este razonamiento requiere algunas explicaciones. Sostengo que el gobierno militar fue revolucionario por tres razones. Una primera expresa que tomó el poder por las armas. Una segunda se explica porque tomó el poder por las armas asumiendo que lo hacía por el bien de la mayoría del país. Y una tercera se refiere a la idea de que los militares y civiles que tomaron el poder no lo hicieron con el fin de restaurar el orden político y económico anterior al año 1970, sino para instaurar uno nuevo.
Los militares, cuando toman el poder el 11 de septiembre de 1973, no lo hacen autónomamente sino que lo hacen en representación y a petición de importantes grupos del país, que políticamente se aglutinaban en los partidos Nacional, parte importante de la Democracia Cristiana y en grupos independientes.
Un grupo de personas cercanas a este sector político había desarrollado un programa político y económico basado en la ideología neoliberal que algunos de ellos habían aprendido en la Universidad de Chicago. Esa ideología es conocida como monetarismo o neoliberalismo. Ese programa se desarrolló a fines del gobierno de Salvador Allende y se publicó con el nombre de El Ladrillo.
Pero las políticas económicas de los autores de El Ladrillo no solo querían dejar atrás al gobierno de Allende, sino también al de Frei Montalva y al de Jorge Alessandri. Allende, Frei y Alessandri y sus antecesores eran a sus ojos los causantes del bajo crecimiento económico del país, del subdesarrollo y de la arbitrariedad económica. En su criterio, todos ellos eran exponentes, cual más cual menos, de un estatismo que atrofiaba las capacidades de emprendimiento de las personas.
Todos los gobiernos chilenos durante el siglo XX, especialmente desde Arturo Alessandri en adelante, fueron exponentes, según los del Ladrillo, de ideologías basadas en el estatismo, ya sea de carácter radical, socialcristiano, socialdemócrata o socialista, donde el Estado debía jugar un rol esencial en la provisión de bienes públicos y en la redistribución de la renta.
El gobierno militar quiso realizar un cambio radical a toda esa ideología estatista. No le fue siempre fácil a los Chicago imponer su plan, pues también rondaban el palacio de la Moneda los grupos nacionalistas que en materia económica eran bastante estatistas. Como sabemos, el ideario económico que se impuso en la Constitución de 1980 fue el de los Chicago, aunque los nacionalistas dejaron sus huellas en la Constitución de 1980, lo que se puede expresar en el antimarxismo, en la democracia tutelada y en la potenciación y despolitización de los cuerpos intermedios de la sociedad, entre otros aspectos.
El ideario neoliberal del gobierno militar supuso un retraimiento radical del Estado en materias donde antes había jugado un rol fundamental, como lo fue en educación, salud y pensiones. Por otra parte, el crecimiento económico se basaba en que no se debía entorpecer el proceso acumulador de capital de las empresas, para lo cual era indispensable contar con bajos impuestos, un Estado mínimo y rentas bajas de los trabajadores.
Dicho en otras palabras, el anhelado desarrollo económico que auspiciaban los autores de El Ladrillo, se basaba en un camino largo y doloroso, donde los trabajadores debían esforzarse y tener paciencia, pues si bien durante años obtendrían rentas bajas, llegaría un momento en que Chile se haría un país desarrollado y donde todos podríamos gozar del bienestar económico.
Los estudiantes, trabajadores y ciudadanos debieron tolerar durante decenios ese modelo. Durante los gobiernos de la Concertación se lo toleró ya sea porque se entendió que no contaba con las mayorías para cambiarlo o porque si bien algunos de sus personeros se convencieron de las bondades del modelo, se les perdonaba su conversión por el hecho de haber sido torturados, exiliados o desterrados. El haber sido víctimas de la dictadura les dio el permiso para ser impunemente neoliberales.
Toda esa indulgencia de la clase trabajadora y sus hijos parece haberse acabado. Puede ser simple cansancio, pero también puede ser un problema generacional. Los jóvenes que protestan hoy en día no tienen necesariamente empatía con los problemas que sufrieron los políticos que ocupan los principales cargos públicos. Para ellos la crisis política de la democracia chilena de los años setenta es solo materia de textos de estudio.
Estamos de este modo frente a un proceso contrarrevolucionario. Una contrarrevolución de la revolución neoliberal.
La ciudadanía exige volver al Estado como agente principal de provisión de bienes públicos y de equidad social.
Después de todo, si observamos a las principales democracias occidentales, ninguna de ellas podría haber realizado una revolución neoliberal como en Chile, pues la democracia supone que todos vivamos y decidamos sobre el presente. Supone además grados razonables de equidad en la distribución de la renta lo que permite la cohesión social. Ninguna verdadera democracia puede fundarse en una promesa futura de felicidad, en la inequidad y la exclusión social. Y así es la democracia chilena desde 1973.
Los estudiantes y trabajadores chilenos han comenzado una contrarrevolución, pero no en el sentido de una reacción al cambio, sino en el sentido de una normalización del país. Lo que queda por ver es si esa contrarrevolución tendrá éxito.
Profesor de Jurisdiccón - UACh
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