Acuerdo de Vida en Pareja y movimiento estudiantil. ¿Redistribución o reconocimiento?
¿Redistribución o reconocimiento? es la pregunta que Nancy Fraser ha tomado como eje de su obra filosófica la cual gira en torno al lugar que ocupan ambas ideas en la teoría de la justicia. Fraser parte de la base de que estas nociones suelen presentarse en la reflexión teórica contemporánea como dicotómicas y, por tanto, las propuestas teórico-políticas que abrazan uno u otro objetivo, terminan siendo reduccionistas. Creo que varias de las discusiones (y tensiones) políticas actuales en nuestro país, reflejan también este pensamiento dicotómico y debieran -como propone Fraser- ser reenfocadas. Probablemente el ejemplo más claro de ello es el debate que ha generado el anunciado proyecto del ejecutivo que regula el acuerdo de vida en pareja (AVP), pero la cuestión también puede plantearse respecto de las demandas del movimiento estudiantil.
Hace algunos días el Presidente Piñera al presentar el proyecto de AVP ante los medios de comunicación, hablaba de la necesidad de reconocer y proteger la pluralidad de modelos de familia ("debemos entender que no existe un solo tipo de familia, existen múltiples formas o expresiones de familia y, en consecuencia, además de la familia tradicional, o nuclear, que consta de padres unidos por vínculo matrimonial e hijos, existen muchas otras formas de familia"). A mismo tiempo que afirmaba lo anterior, sin embargo, explicaba el esqueleto de una iniciativa que propone regular casi exclusivamente los efectos patrimoniales de la convivencia de parejas heterosexuales y homosexuales.
Si partimos de la base que lo expresado por el Presidente (la familia como institución poliforme) es una convicción genuina, resulta difícil entender por qué a estos otros tipos de familia (la pareja no matrimonial heterosexual u homosexual) no se los equipara sencillamente con la pareja matrimonial y, de paso, se da cumplimiento tanto al mandato de promoción de la familia contenido en el art. 1 de la Constitución como al principio de trato igualitario previsto en la misma norma y reafirmado en el art. 19 N° 2. En su declaración, el Presidente no aportó una justificación a esta incoherencia y se conformó con evocar una suerte de “naturaleza de las cosas” ínsita en el lenguaje (“estoy muy conciente que este proyecto está creando una nueva figura legal, pero también quiero decir que no está modificando el concepto de matrimonio que establece el Código Civil ni el concepto de matrimonio que está en el diccionario”).
La idea de que el lenguaje pueda contener “esencias” que encierran terrenos ajenos a la discusión pública, es tan absurda que sólo puede considerársela un recurso retórico. Por tanto, voy a descartar esta justificación como plausible. Imagino, entonces, que una justificación plausible (y de buena fe) de la posición de todos quienes declaran- como el Presidente- respetar la libertad de las personas homosexuales y tener un compromiso con la igualdad de derechos; es la creencia de que el único problema a resolver respecto de estas otras formas de familia es la cuestión patrimonial. Dicho de otra manera, la única injusticia a reparar sería aquélla que se traduce en la pérdida o precariedad económica a que se ven sometidas las parejas no matrimoniales (particularmente las parejas homosexuales), debido a que el ordenamiento jurídico no les reconoce derechos hereditarios, de seguridad social, de salud, ventajas tributarias etc., similares a las de las parejas matrimoniales.
Adoptar esta postura significa reducir una demanda social con fuertes componentes de reconocimiento a una demanda con mero carácter redistributivo, y con ello se distorsiona no sólo la demanda sino también el problema. Me explico. Sin desconocer que la exclusión tradicional de las parejas homosexuales de la institución del matrimonio tiene efectos económicos importantes para los sujetos afectados, es evidente que la estructuración de un régimen jurídico diferenciado entre parejas matrimoniales y no matrimoniales, caracterizado por un elenco de derechos más amplio para unas parejas que para otras, por formas jurídicas diversas cargadas de distintos simbolismos (la solemnidad del matrimonio en un caso versus un acto similar a la compraventa de un vehiculo motorizado, en el otro) y reservando la modificación del estado civil sólo para la pareja matrimonial y la parentalidad sólo para las parejas heterosexuales; implica (aunque se atenúe a brecha) la mantención de una estructura jurídica con ciudadanos de primera y de segunda clase.
En efecto, si definimos la ciudadanía como la pertenencia a una comunidad política organizada, la exclusión de un grupo de individuos de la posibilidad de participar, a la par con otros, en los procesos de interacción social más básicos (la familia) y que son reputados por la propia Constitución chilena como constitutivos de la sociedad (art 1°); configura un déficit severo de ciudadanía. Si, por otro lado- y por más que se intente negar- este diseño jurídico acarrea una disvaloración de la homosexualidad (ésta la única forma de sexualidad que no puede acceder al matrimonio); y, en consecuencia, corrobora que nuestra clase política continúa apegada al parámetro de la heteronormatividad (ya sea de manera declarada y vociferante, como ocurre con Carlos Larraín, ya sea de manera menos abierta, como ocurre con Sebastián Piñera), resulta que la sociedad chilena está y continuará erigida sobre un modelo de subordinación de estatus que es incompatible con una noción fuerte e integral de justicia.
Como anuncié más arriba, el AVP no es el único ejemplo que recrea un falso dilema entre redistribución y reconocimiento. Las actuales movilizaciones estudiantiles que cuestionan esencialmente las discriminaciones de clase en la educación, involucran no sólo problemas de distribución de riqueza sino también aspectos ligados al reconocimiento, esto es, a la inclusión social. La dimensión del reconocimiento en este caso no sólo ha resultado eclipsada por la asociación entre clase e ingreso que es parte del imaginario social, sino además, por un discurso político, vehiculado por los medios de comunicación, que se ha articulado sobre conceptos de raigambre económica (lucro, eficiencia o emprendimiento) o sobre nociones reinterpretadas por la sociedad chilena post-dictadura en clave económica (calidad, movilidad social, libertad de enseñanza etc.). Es por ello que otras cuestiones vinculadas a la inclusión social, prácticamente no se mencionan en este debate. A saber, la posibilidad de que los establecimientos de educación permitan la convivencia entre sujetos provenientes de distintas clases sociales y contribuyan al desarrollo de valores como la cohesión social o la solidaridad. O el rol de la educación en la formación de ciudadanos y en la promoción del pluralismo y la tolerancia. Desde luego, un sistema de educación atomizado y con verdaderos guetos de clase como el chileno, con una escasa intervención del Estado tanto en lo relativo a los objetivos legítimos que pueden perseguirse a través de la educación como respecto del control de su calidad y de su impacto social, difícilmente puede contribuir a la creación de bienes intersubjetivos. En el mejor de los casos podría favorecer –porque claramente tampoco lo hace actualmente- la consecución generalizada de bienes estrictamente individuales.
Puede ser utópico pedirle a un gobierno con sello empresarial y a una clase política engolosinada con una estructura socioeconómica que garantiza su propia supervivencia, que encaren tanto la dimensión de reconocimiento como la dimensión de redistribución que tienen estas demandas sociales. Sin embargo- tomando prestada la frase de un dirigente estudiantil- hay comprometido en esto un imperativo ético y la posibilidad histórica de que la clase política dignifique un cada vez más manoseado principio de representación.
Profesora de Derechos Fundamentales - UACh
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