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Desigualdad, pobreza y políticas públicas (I)

La realidad social chilena muestra una evolución paradojal en los últimos 20 años. Mientras la pobreza disminuye en forma sustancial, la desigualdad económica, una de las más altas del mundo, se mantiene inmóvil. ¿Por qué, no obstante esta evolución, las políticas públicas permanecen ancladas en el paradigma asistencialista?

 

Hace 26 siglos el griego Esopo escribió la célebre fábula del zorro y las uvas. En ella, el animal hambriento ve colgando de una parra unos deliciosos racimos de uvas. Tras darse cuenta de que no puede alcanzarlos, se aleja diciéndose: “¡Ni me agradan, están tan verdes...!”. La fábula anticipa la teoría de la Disonancia Cognitiva, desarrollada en los últimos 50 años, que describe cómo la inconsistencia entre creencias y realidad produce una tensión que lleva a modificar las primeras, aún sin un fundamento para ello. Lo fascinante de esto no es que demuestre la capacidad humana de actuar irracionalmente, sino que describe cómo la razón puede actuar a nuestras espaldas, distorsionando nuestra percepción de la realidad.

 

A la luz de la profunda inconsistencia entre los datos de la realidad social chilena con lo que parecen ser las prioridades de nuestros actores políticos, sociales y académicos, puede afirmarse que Chile sufre hoy un caso de disonancia cognitiva colectivo. Veamos los datos. En los últimos 20 años Chile ha reducido en forma sustancial sus niveles de pobreza. En 1990, el 38,6% de la población vivía en la pobreza y el 13% en la indigencia, cifras que en 2006 habían caído a un 13,7 y 3,2 %, respectivamente, la mayor baja documentada en el mundo entero. Mediciones recientes, como la CASEN 2009 –pasados los destellos periodísticos y políticos del caso– no cambiaron sustancialmente este panorama. En marcado contraste, los niveles de desigualdad económica se han mantenido, en el mismo período, prácticamente inmóviles. En 1990, Chile registraba un coeficiente Gini (medición dominante de desigualdad en la que “1” equivale a completa desigualdad, un individuo gana la totalidad del ingreso nacional; y “0” a completa igualdad, todos ganan lo mismo) de 0,554, mientras que en 2006, era de 0,522. El promedio de los países de la OECD es de 0,31 y en Estados Unidos, la más desigual entre las naciones desarrolladas, ronda el 0,40. Los niveles de Chile son sólo comparables con países del África subsahariana y algunas naciones latinoamericanas.

 

Así, en el ámbito de las políticas públicas, Chile debiera estar hoy centrado en discutir las causas y las formas de enfrentar la desigualdad económica, ese fenómeno enquistado, sin perjuicio de mantener y mejorar en el margen aquellas tendientes a reducir la pobreza. ¿Sucede eso? El principal proyecto social del gobierno actual es la creación de un ingreso ético familiar que, sobre la base de políticas ya existentes, pretende mejorar la lucha contra la pobreza e indigencia, pero en ningún caso afectará la desigualdad. ¿Y la reforma educacional? Su objeto es mejorar la calidad de la educación pública, pero su sustento implícito es, finalmente, consagrar nuestro sistema educacional socialmente segmentado, único en el mundo, en donde la clase alta accede a educación pagada de calidad, los grupos medios a educación de financiamiento compartido y las clases bajas al municipal, con sistemático menor desempeño y calidad. Es más, decisiones cruciales dentro del área municipal, como la de definir el acceso a escuelas con mayor financiamiento público, se hacen sobre la base del rendimiento. Esto significa que el acceso dependerá del talento y del esfuerzo –santos griales del liberalismo libertario– y no de la necesidad de protección social, dificultando las mediciones de eficacia, y exacerbando incluso dentro de las clases populares la segregación social y de talentos.

 

Esta despreocupación parece propia de nuestra idiosincrasia. En países desarrollados, con educación pública mayoritaria y niveles de desigualdad sustancialmente inferiores a los chilenos, la discusión académica sobre políticas públicas se centra en el tema, con debates normativos apasionantes entre corrientes liberales-igualitarias (Rawls, Dworkin, etc.) y liberales-libertarias (Nozick, Gauthier, etc.) debates que no quedan relegados a los claustros, sino que son seguidos en best sellers de divulgación y foros periodísticos tan difícilmente sospechosos de antiliberalismo como “The Economist”.

 

Aunque es tentador buscar razones simplistas que expliquen el desinterés nacional, éstas tienden a resultar insatisfactorias. Veamos algunas. Se afirma, por ejemplo, que las elites económicas chilenas son indiferentes al problema, prefiriendo gastar más de US$ 1.000 millones anuales en seguridad privada, mantener una de las poblaciones penales más altas del mundo y aumentar las penas indefinidamente; que enfrentar la concentración de la riqueza de que, en definitiva, usufructúan. Sin embargo, todas las elites económicas del mundo piensan básicamente igual. Es posible, de hecho, que sea precisamente ese pensamiento, para algunos frío y ambicioso, lo que las hace eficientes. Por otra parte, suele afirmarse que en Chile los medios de comunicación que definen la agenda pública son dominados por dos o tres grupos económicos. Pero la verdad es que existen otros independientes y si no hay más es porque la población, simplemente, no parece interesada en leerlos. En fin, la discusión sobre políticas públicas parece secuestrada por los economistas, sus eficiencias, asimetrías informativas y externalidades. Pero, por una parte, en el mundo la participación de economistas es desde luego relevante; y por la otra, la pobreza normativa nacional puede suplirse, en el mundo global, con el estudio de los aportes que liberales, comunitaristas, multiculturales, marxistas y feministas, entre otros, han realizado en otras latitudes.

 

La verdad es que para entender nuestra despreocupación debemos, en último término, volver a Esopo. El zorro no abandona las uvas porque ya no las quiera –aunque quiera convencerse de ello–, sino porque le es imposible o muy difícil obtenerlas. Creo que, como país, no sabemos cómo enfrentar el problema y por eso preferimos centrarnos en el ingreso per cápita, cámaras de vigilancia y aumento de dotación policial porque, al menos, hemos demostrado alguna habilidad para ello. Sin embargo, si queremos llegar a un tipo de desarrollo compatible con nuestras tradiciones liberal- occidentales (y no a uno meramente estadístico, como el de ciertos países petroleros), la discusión sobre la desigualdad económica es ineludible. ¿Cuáles son las razones de nuestra desigualdad? La situación actual, ¿Es coherente con nuestras intuiciones o valores éticos? Y si no es así, ¿Con qué herramientas contamos para enfrentarla? Avanzar algunas ideas sobre tales interrogantes será el objeto de una próxima columna.

 

Hugo Osorio Morales

Profesor de Economìa y Derecho Tributario - UACh

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