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Huelga de hambre de los presos mapuche: a propósito de diálogo, derecho a la vida y autonomía

En medio del espanto frente a una huelga de hambre que se prolonga pertinaz, "diálogo" es la palabra que resuena con mayor insistencia. Frente al conflicto, sin embargo, los poderes públicos no han dado muestras claras de su disposición a escuchar al otro, considerando seriamente lo que dice. El Gobierno ha parecido temer más al diálogo que a legislar bajo amenaza. Pero también las Cortes de Apelaciones de Concepción, Temuco y Valdivia han rehuido el diálogo en las sentencias que acogen los recursos de protección interpuestos por Gendarmería y que autorizan la alimentación forzada de los presos mapuche en caso de riesgo vital, sea directamente por Gendarmería -en el caso de la Corte de Concepción-, sea a través de su internación médica -en el caso de las otras dos Cortes. En sus fundamentos no se dedica ni una sola línea a discutir seriamente los argumentos basados en el derecho a la libertad de expresión de los comuneros y en una concepción del derecho a la vida compatible con la autonomía individual, que habrían justificado el rechazo de los recursos en cuestión. Y lo mismo ocurre con la sentencia de la Corte Suprema que acaba de confirmar la decisión de la Corte de Apelaciones de Concepción.


En verdad, esos argumentos ni siquiera pudieron ser alegados por los huelguistas  mapuche en los procesos de protección, pues en su extraña situación de agresores/afectados no se consideró necesario solicitarles que expresaran su opinión a través del informe que normalmente se requiere a la parte recurrida. Pero, además, las sentencias se redactaron luego como si esos argumentos, de sobra conocidos para cualquier jurista, fueran irrelevantes o impertinentes. Como si la calificación de la decisión de persistir, hasta las últimas consecuencias, en la huelga de hambre como un atentado contra el derecho a la vida, que justificaría revertirla por la fuerza, fuera la única respuesta, evidentemente correcta, para el sistema jurídico chileno.  

Lo cierto es, más bien, que se trata de una tesis muy discutible desde el punto de vista jurídico, y por eso llama adicionalmente la atención que las Cortes la asuman como obvia, sin realizar ningún esfuerzo argumentativo. De las muchas dificultades que ella suscita, hay una cuyo análisis me parece especialmente iluminador. Se trata de considerar qué tipo de derecho sería el derecho a la vida si se asume que su titular podría afectarlo al disponer materialmente de su vida. Claramente no se trataría de una libertad, pues aunque en el caso de las libertades el objeto del derecho corresponde a una conducta del titular, lo distintivo de ellas es la atribución de un permiso a éste para decidir autónomamente sobre su conducta en el ámbito protegido por la libertad (esto es, aplicado al derecho a la vida, sobre vivir o no vivir).  Pero tampoco se trataría -o no se trataría sólo- de un derecho en sentido estricto, o derecho a algo, que tenga como objeto la conducta de terceros, pues no se agotaría en la sola exigencia de inviolabilidad de nuestra vida respecto de los demás. Pero entonces, ¿de qué tipo de derecho se trataría?, o, dicho de otro modo, ¿en qué sentido se trataría de un derecho?.

Cuando quienes sostienen la concepción del derecho a la vida que analizamos realizan algún intento de abordar la cuestión, asimilan el derecho a la vida a una especie de derecho real distinto del dominio, que nos conferiría la facultad de gozar del bien al que se refiere el derecho (la vida), pero que -a diferencia, precisamente, del dominio- no nos facultaría a disponer materialmente de él. Una especie de "usufructo" dice José Joaquín Ugarte en su libro El derecho a la vida (p. 183). Parece una solución impecable, por completo coherente con nuestros esquemas conceptuales usuales. Salvo por un detalle: de acuerdo a esos esquemas, el titular del usufructo respecto de un bien no tiene la facultad de disponer materialmente del bien porque hay otro sujeto que tiene esa facultad en tanto titular del derecho de dominio respecto del mismo bien, excluyendo de ella a cualquier tercero (también al usufructuario). (En otras palabras,  los derechos reales no constituyen un tertium genus respecto de la distinción entre libertades y derechos a algo: el deber de usufructuario de no disponer materialmente del bien es correlato del derecho de dominio que el propietario tiene sobre el bien). Entonces, la solución que equipara el derecho a la vida al usufructo puede funcionar sólo a condición de que reconozcamos que, jurídicamente, la vida es propiedad de otro. Pero, ¿de quién? No parece haber otro candidato que Dios, como algunos de los defensores de esta concepción del derecho a la vida no trepidan en reconocer abiertamente: "Dios es el señor o dueño de la vida", dice Ugarte (op.cit., p. 183).
Pero este supuesto es inadmisible en el contexto de una constitución laica y pluralista, a la que no es posible atribuir, por tanto, una concepción del derecho a la vida fundada en una creencia religiosa. El callejón no tiene salida: vuelve a topar con la autonomía, expresada ahora como libertad de conciencia. Curiosamente es la misma libertad la que podría amparar hoy prácticas de ayuno extremo, como las que al parecer llevaron a la muerte a Santa Catalina de Siena, aceptadas en alguna época como formas de penitencia y purificación religiosa: ¿o algún abogado estaría dispuesto a argumentar que en estos casos Dios, el dueño de la vida, acepta el sacrificio y consiente en su disposición?

 

Daniela Accatino Scagliotti             

Directora del Instituto de Derecho Privado y Ciencias del Derecho  - UACh

Investigadora Proyecto Anillos de Investigación en Ciencias Sociales “Tecnologías Políticas de la Memoria: usos y apropiaciones contemporáneas de registros de pasadas violaciones de derechos humanos en Chile" (Conicyt-PIA SOC180005),

Daniela Accatino

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