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De cárceles y demonios

En el caso que los derechos de las personas no sean respetados, hemos creado tribunales de justicia y procesos judiciales para dar amparo efectivo a quien reclama que sus derechos han sido negados o desconocidos por otro.

Cuando se trata de los derechos más preciados por nuestra sociedad, como la vida, la libertad sexual, la integridad física, y también la propiedad, disuadimos a los eventuales agresores de ellos, amenazándolos con castigos severos, como la privación de la libertad en un recinto carcelario, entre otros.

De esta manera, para que los derechos puedan convivir en sociedad, el Derecho en un determinado momento se transforma en una amenaza de violencia; violencia en forma o violencia racionalizada si se quiere, pero violencia al fin y al cabo. Una de las manifestaciones de esa amenaza de violencia es la cárcel.

Pero la cárcel tiene dos manifestaciones. En un primer momento, es una mera amenaza abstracta que intenta disuadir eventuales desviaciones de lo que ha dispuesto el poder legislativo como orden a seguir. Pero en un segundo momento, la cárcel se hace realidad para aquellos que, por algún motivo, la amenaza del legislador no los ha inhibido de realizar conductas prohibidas.

Y desde este segundo momento, desde que la cárcel adquiere una materialidad concreta,  el Derecho ya no es una preciosa maquinaria de justicia disuasiva, una estupenda máquina social que permite, al menos abstractamente, que todos podamos gozar de nuestros derechos y libertades. Cuando pasamos de la cárcel como amenaza a la cárcel como lugar material que priva de la libertad, el derecho se transforma en un mecanismo que genera dolor y aflicción.

Podemos precisar un poco mejor cómo se genera dolor y aflicción en la cárcel. Para eso debemos distinguir entre lo que regula el Derecho y, por otra parte, cómo se administran las cárceles por el poder político.

Hay que considerar que quien ingresa a un recinto carcelario, pierde y cede su libertad ambulatoria ante el Estado. Pero esta cesión tiene como contrapartida que la manutención y seguridad del preso queda como deber y responsabilidad del Estado. Esta manutención y seguridad también es objeto de regulación jurídica, a través de leyes, reglamentos penitenciarios, tratados internacionales, entre otras disposiciones.

La tragedia de estos días en la cárcel de San Miguel indica que en nuestras cárceles no solo se priva de la libertad de las personas, sino que se priva de la seguridad mínima y de una manutención que permita una vida digna al interior de los recintos carcelarios. Hay una falla del Estado en esta materia, cuyo responsable último es el Gobierno, a través del Ministerio de Justicia.

Esta falla del Estado al conculcar los derechos de los presos y su dignidad, tiene una dimensión histórica. Todos los gobiernos han sido responsables con mayor o menor intensidad de esa conculcación; no hay color político en esta historia cruel. Lo más increíble es que frente a una conculcación evidente de los derechos de los presos, no hay mayor reclamo por parte de la sociedad.

Sin embargo, hay que tener presente que procurar mejorar la vida y seguridad de los presos invirtiendo millones de dólares en ello, si bien es ética y jurídicamente exigible en nuestro país, es bastante irracional.

La cárcel, hay que decir, no rehabilita, solo profundiza la exclusión social. La cárcel en muy pocos casos podrá compensar la escasa o nula educación primaria y media de los presos, hogares destruidos y sin ejemplos de vida a seguir, etc. La cárcel hoy en día solo castiga; solo genera un dolor al que desvió su conducta debida. Todo posible discurso rehabilitador es vacío y mentiroso.

Lo que permite sincerar las cosas es entender que la cárcel es un lugar de aflicción y dolor que se aplica a aquellos que violan los derechos y bienes de otras personas. Ahora bien, aun entendiendo que fuese legítimo infligir dolor a quien comete un delito, encarcelándolo, no deja de ser una medida altamente irracional. Desde luego, aun con la situación presupuestaria miserable con que se administran las cárceles y gendarmería de Chile, significa un enorme gasto económico para el conjunto de la sociedad. Para que las cárceles chilenas se ajusten a los mandatos jurídicos existentes al respecto, los dineros fiscales para ello deberían más que duplicarse. ¿Es eso sensato en un país con millones de personas que viven en condiciones sociales y económicas miserables? Pues no.

Por otra parte, si entendemos a la cárcel como un lugar donde se causa un dolor al que está preso, dolor que cuando salga de ahí, sin posibilidad real de reinsertarse a la sociedad, solo aumentará su deseo o necesidad de volver a cometer esos u otros delitos. La cárcel, de esta manera, pasa a convertirse en una maquinaria del dolor y del delito ¿Hay racionalidad en todo esto? Ninguna. 

La racionalidad de las cárceles como lugar de castigo sólo funcionaría bajo una lógica de privar a las personas peligrosas para la sociedad de su libertad, al menor costo posible para el Estado y ojalá  privando a perpetuidad de la libertad, para que nunca más puedan hacer daño a la sociedad. Todo ello sería sin duda más racional, pero haría de nuestro sistema penitenciario un sistema monstruoso y propio de demonios.

La tragedia de la cárcel de San Miguel debe generar dos tipos de desafíos para nuestra sociedad. En primer lugar, el poder político debe crear los instrumentos jurídicos y económicos que permitan una mejor redistribución de la riqueza en nuestro país, para generar una igualdad de oportunidades real para todas  las personas, y así disuadir de una manera no violenta las conductas delictivas. En segundo lugar, ese poder político debe tener la capacidad de generar modos de responsabilidad jurídica mucho más racionales y justos que la cárcel. Eso es lo que las personas que habitamos este país nos merecemos.

 

Andrés Bordalí Salamanca

Profesor de Jurisdiccón - UACh

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