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“Aquí el tema de género no corre”: Reflexiones sobre el reciente proceso de nombramiento del Fiscal Nacional de Chile

Columna de opinión publicada en el diario Blog de la Fundación para el Debido Proceso (DPLF), por la Profesora Titular del Instituto de Derecho Público de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales Dra. Yanira Zúñiga.


 

El 09 de enero pasado, el Senado de Chile aprobó la propuesta de Ángel Valencia para ser designado como el nuevo Fiscal Nacional. Previamente, su candidatura había sido descartada por el Gobierno. Según información de prensa, su trayectoria como abogado defensor en casos de delitos sexuales había causado controversia en ambientes feministas e incomodidad en el gobierno del presidente Gabriel Boric, dado su declarado carácter de gobierno feminista.  Tras el rechazo del Senado a sendas propuestas presentadas por el ejecutivo—incluida la de Marta Herrera, la primera mujer nominada para ocupar ese cargo— el nombre de Valencia resurgió como una alternativa viable. Así, en el tercer intento su nominación alcanzó el número de votos requeridos en la Cámara Alta para proceder a su nombramiento como la nueva cabeza del Ministerio Público. Como reza el refrán, la tercera fue la vencida.

 

Este largo y accidentado proceso de nombramiento de la máxima autoridad del Ministerio Público, repleto de traspiés, declaraciones altisonantes y acusaciones cruzadas, produjo una visible estela de daños. En especial, fragilizó la confianza ciudadana en el Ministerio Público, la cual ya no gozaba de buena salud.  Como muestran encuestas y sondeos de opinión, la preocupación por la inseguridad y el miedo al delito han aumentado significativamente en la población chilena durante los últimos años, incrementando la insatisfacción respecto de la labor del Ministerio Público. Lo anterior se ha sumado a un fenómeno más antiguo y complejo de erosión progresiva de la legitimidad de las instituciones que componen el sistema de justicia chileno.  Mucha gente cree que el sistema de enjuiciamiento criminal no protege, persigue o castiga a todas las personas por igual; y que tampoco es inmune a diversas formas de corrupción. Independientemente de si hay evidencia que respalde, cuestione o matice esa creencia popular, la percepción generalizada de la ciudadanía chilena es que el poder político, social o económico es capaz de extender de tal manera sus tentáculos llegando incluso a determinar los resultados de una persecución penal.  En parte, esa pérdida de credibilidad institucional impulsó un conjunto significativo de reformas referidas al sistema de justicia plasmadas en la propuesta de la Convención Constitucional que, como es sabido, fue rechazada en el plebiscito realizado en septiembre de 2022.  

 

A diferencia de la erosión de la credibilidad de los tribunales, que es multifactorial, la desconfianza hacia el Ministerio Público está fuertemente vinculada a eventos recientes claramente identificables. Se conecta, en especial, a la revelación, en 2014, de casos de financiamiento irregular de la política, cuya persecución criminal posterior ha sido escasa e infructuosa. Diversas investigaciones periodísticas han sugerido que la relativa impunidad de estos hechos se relaciona con una intrincada red de intervenciones políticas que habrían tenido éxito en frenar el avance de procesos criminales en contra de empresarios (y su entorno) y de parlamentarios, derivados de sus vínculos ilícitos.  Varias de esas intervenciones o injerencias indebidas habrían apuntado, directa o indirectamente, a la cúpula del Ministerio Público. Como sea, dicha historia sigue estando muy fresca en la memoria pública, de manera que el proceso de nombramiento que acaba de finalizar era, en varios sentidos, un examen sobre la capacidad del mecanismo de designación del Fiscal Nacional para deslastrarse de la sospecha de connivencia con el poder político y reforzar, por consiguiente, las condiciones que garanticen un ejercicio autónomo y probo de sus funciones. 

 

Visto lo visto, no parece que ese examen se haya sorteado precisamente con una buena calificación. Todo el proceso ha generado abundantes y variadas críticas. Como han subrayado comentaristas e integrantes de la academia, los discursos y prácticas de congresistas, miembros del gobierno, autoridades judiciales y organizaciones adscritas al sistema de justicia, en lugar de fomentar la confianza en este proceso han contribuido a enredar y enlodar todo el engranaje institucional. 

 

Las críticas formuladas al reciente proceso de nombramiento del Fiscal Nacional son de distinta índole. Hay quienes han deplorado el deterioro de las formas republicanas; especialmente, la fermentación de discursos inadecuados o destemplados. Hay otros que han fustigado la impericia del gobierno en la selección de las personas nominadas y en la búsqueda de apoyos en el Senado. También se ha subrayado la completa falta de pudor o decoro de algunas autoridades que intervinieron en el proceso y la existencia de evidentes conflictos de interés. Las personas nominadas, en particular, han denunciado la preocupante proliferación de clientelismo, campañas de desacreditación y actos de revanchismo. 

 

Aun cuando todas esas críticas presuponen la existencia de conductas y decisiones individuales de quienes, ocupando cargos de responsabilidad, no parecen haber estado a la altura, este episodio ha desnudado también varios problemas sistémicos. Sería miope no apreciar que el diseño normativo del mecanismo de nombramiento ha contribuido decisivamente a provocar parte de este bochorno. De ahí que sea importante reflexionar sobre los problemas estructurales que subyacen a este y tratar de extraer lecciones para eventualmente proponer modificaciones normativas adecuadas. 

 

Hasta ahora, la mayor parte de quienes se han preocupado de extraer esas lecciones se han concentrado en las fragilidades del sistema de nombramiento en lo concerniente a la preservación de la autonomía del Ministerio Público, por un lado, y su credibilidad o legitimidad, por el otro. Ambas cuestiones son, sin duda muy importantes, y, por lo mismo, algo diré sobre ellas. Sin embargo, quiero también ocuparme de otra cuestión que me parece muy relevante: los problemas y lecciones que ha arrojado el reciente nombramiento de Fiscal Nacional en lo relativo a la igualdad de género. Como suele ocurrir, esta dimensión del asunto ha concitado menor atención y preocupación, o derechamente ha sido desdeñada. 

 

Antes de reflexionar sobre las dimensiones que antes referí, me parece que conviene proveer alguna información sobre la regulación del Ministerio Público chileno y, en particular, sobre el mecanismo de nombramiento del Fiscal Nacional. A eso me dedicaré en la sección siguiente. 

Breves apuntes normativos sobre la figura del Fiscal Nacional

De conformidad a la legislación chilena, el Ministerio Público es el órgano encargado, de forma exclusiva y excluyente, de la persecución criminal. Para desempeñar esa tarea este órgano goza de un estatuto constitucional de autonomía (Art. 83, Constitución) que le garantiza un ámbito de acción no subordinado a otro poder. 

 

A la cabeza del Ministerio Público se encuentra el Fiscal Nacional, quien es designado con intervención de los tres poderes del Estado (ejecutivo, legislativo y judicial), sobre la base de un modelo de pesos y contrapesos. Si bien el Fiscal Nacional es nombrado por el Presidente de la República, este no tiene absoluta libertad para designarlo. Debe seleccionar su nombre de una quina elaborada por la Corte Suprema y contar, luego, con el acuerdo de las dos terceras partes de los senadores en ejercicio. De manera que, como destacaron algunos parlamentarios a propósito del reciente nombramiento, el Senado no es un simple buzón del ejecutivo. En caso de que el Senado no apruebe la proposición del Ejecutivo —como, de hecho, ocurrió en dos oportunidades sucesivas— la Corte Suprema debe completar la quina respectiva sustituyendo a la persona rechazada por otra de las que postularon, procediendo de esta manera tantas veces como sean necesarias (Art. 85, Constitución). 

 

El procedimiento de elaboración de la quina por parte de la Corte Suprema se inicia con la apertura de un concurso público. Para presentar una candidatura se requiere cumplir con requisitos establecidos en la Constitución. Estos pueden considerarse, habida la importancia del cargo, poco exigentes. A saber, haber cumplido cuarenta años, poseer el título de abogado/a por, al menos, diez años y ser ciudadano/a con derecho a sufragio (Art. 85, Constitución). Formalizadas las candidaturas y verificado el cumplimiento de estos requisitos, cada integrante de la Corte Suprema dispone de tres votos que puede distribuir a voluntad, entre las diversas candidaturas. La asignación de esos votos se realiza después de la celebración de una audiencia pública destinada a escuchar a las personas postulantes, quienes disponen de alrededor de diez minutos para realizar una exposición. Una vez realizada esta audiencia, se produce la votación. Esta última es discrecional y no está sometida a la exigencia de fundamentación. Quienes integran la quina y el lugar que ocupan en ella quedan, así, determinados por el resultado de la referida votación. El Presidente de la República puede nominar ante el Senado a cualquiera de las personas de la quina, sin estar obligado a respetar el orden de prelación ahí establecido. 

 

El diseño normativo que acabo de describir proviene de la Ley Orgánica Constitucional Nº 19.519, de 1997, la cual creó y organizó al Ministerio Público. Esta ley erigió a este órgano como una pieza clave del nuevo modelo de enjuiciamiento criminal que empezaría a aplicarse en Chile en la década inmediatamente siguiente. El objeto de esta paradigmática reforma fue modernizar el sistema de enjuiciamiento, reemplazando su carácter inquisitivo por un modelo genuinamente adversarial. Para hacer eso, se requería escindir las funciones de investigación de las propiamente jurisdiccionales, todas las cuales eran encomendadas hasta entonces a los tribunales. Por consiguiente, el nuevo y flamante Ministerio Público quedó encargado de las funciones relacionadas con la persecución criminal (es decir, la conducción de la investigación penal, incluyendo la coordinación de las policías, la formulación y sustento de la acusación, y la representación del interés de la comunidad en esta clase de juicios); mientras que las funciones jurisdiccionales—solo ellas— quedaron radicadas en manos de los tribunales de justicia. 

Autonomía, idoneidad, probidad, objetividad y transparencia

Tal como ha ocurrido en otros países de la región americana, mientras se debatía la  reforma procesal-penal antes mencionada, el Congreso chileno descartó la posibilidad de que el Ministerio Público fuera adscrito y quedara subordinado al poder ejecutivo o al poder judicial. Quiso transformarlo en un extrapoder, afirmando su autonomía e independencia, tanto dentro como fuera del sistema de justicia. 

 

La decisión de instituir una autoridad unipersonal en su cúspide —el Fiscal Nacional—en lugar de un órgano colegiado respondió, en parte, a ese mismo espíritu. En contra de la propuesta impulsada por el gobierno de la época, que se inclinaba por un Consejo conformado por representantes de los tres poderes; el Congreso optó por una figura unipersonal para dirigir este órgano. En defensa de esa opción, se argumentó que una autoridad unipersonal daba mayores garantías de independencia, idoneidad y eficiencia en la persecución penal. Asimismo, la intervención de la Corte Suprema en el mecanismo de designación y el alto quorum requerido para la aprobación en el Senado, fueron concebidos como piezas de un engranaje que, en su conjunto, tenían el potencial de neutralizar la amenaza de una excesiva politización, garantizando un desempeño institucional autónomo.

 

A la vista está que dichas expectativas no se han cumplido íntegramente. La figura del Fiscal Nacional no se ha librado de los vientos políticos, tempestuosos o huracanados. Esos vientos han sido avivados por contingencias políticas (por ejemplo, la disputa sobre las prioridades y orientación de la agenda de seguridad) y por factores estructurales. Dentro de estos últimos destaca la tentación, a la que muchas veces cede el poder político, de controlar las condiciones de aplicación del castigo penal para obtener réditos electorales o para conjurar la amenaza de que dicho castigo lo alcance. 

 

Como anticipé, hay buenas razones para (pre)ocuparse del diseño normativo del nombramiento de Fiscal Nacional y de la manera en la que aquel contribuye a garantizar su autonomía. Minimizar la politización del nombramiento es un objetivo difícil, pero de la mayor importancia. En efecto, todo cargo que concentre gran cantidad de poder atrae a la corrupción como una ampolleta a las polillas.

 

Sin embargo, la reflexión sobre las condiciones que hacen plausible la autonomía del Ministerio Público en Chile es aun muy embrionaria, tanto en la academia como en el debate público. Como ha puesto de relieve Mauricio Duce, profesor de la Universidad Diego Portales, desde la instauración del Ministerio Público, el sistema jurídico chileno (sus normas, actores y prácticas) ha descansado sobre el presupuesto de la autonomía del Ministerio Público sin preocuparse demasiado por su materialización. Hay escasa reflexión local sobre el significado y alcance del principio de autonomía en el caso de un órgano encargado de la persecución criminal, ni sobre cómo ese principio se compatibiliza con la necesaria coordinación que tal función demanda respecto de otros órganos y actividades estatales. Según Duce, cuando la autonomía del Ministerio Público es tergiversada y equiparada erróneamente con la independencia judicial—como, de hecho, ha ocurrido en Chile—puede favorecerse el asentamiento de lecturas interesadas. Así, la autonomía puede invocarse para intentar sustraer la actividad del Ministerio Público y del Fiscal Nacional de los mecanismos de rendición de cuentas públicas[1].

 

Una serie de directrices y estándares internacionales recomiendan el diseño de los sistemas de nombramiento de fiscalías y procuradurías de conformidad con los criterios de autonomía, idoneidad, objetividad y transparencia. La lógica que está detrás de estas recomendaciones es que dichos criterios, retroalimentados recíprocamente, producen círculos virtuosos. Desde la perspectiva de estas directrices, las/los fiscales deberían ser personas probas e idóneas, con formación y calificaciones adecuadas; y ser seleccionados sobre la base de criterios objetivos. Idealmente, sus nombramientos deben descansar en procedimientos justos e imparciales, dotados de salvaguardias que eviten las designaciones basadas en predilecciones, prejuicios, clientelismo o corrupción[2].

 

En el caso chileno estamos notoriamente al debe en el cumplimiento de estas recomendaciones. Existe una gran opacidad sobre los criterios utilizados para determinar a las personas seleccionadas y, por extensión, no podemos asegurar, entonces, que el procedimiento sea apto para garantizar la presencia de ninguno de los atributos antes referidos. La experiencia reciente sugiere que hay una alta dispersión de criterios y una escasa voluntad por homogeneizarlos y objetivarlos.

 

En efecto, ni la selección realizada por la Corte Suprema, ni la nominación del ejecutivo ni la elección del Senado parecen necesariamente obedecer a criterios compartidos y necesariamente conocidos por los intervinientes.  A la vista está, además, que esos criterios no son transparentes ni están suficientemente delimitados. La falta de un enfoque común para evaluar la idoneidad de las candidaturas explica, en parte, los traspiés ocurridos durante el proceso recién finalizado. Pese a que el gobierno nominó a quienes ocupaban las tres primeras posiciones en la quina elaborada por la Corte Suprema (por tanto, a las personas más votadas por ese tribunal), dos de esas nominaciones fueron rechazadas por el Senado. De hecho, un número importante de las y los senadores que rechazaron esas nominaciones lo hicieron argumentando que dichas personas no eran idóneas para ejercer el cargo, en contra de lo que asumieron los miembros de la Corte Suprema. 

La variedad de lógicas que imperan en las distintas etapas del proceso dificulta mucho la reconstrucción desde un punto de vista externo de los criterios utilizados en cada caso. Fuerza a hacer un análisis meramente conjetural, basado en hipótesis.  Ese estado de cosas merma considerablemente las posibilidades de un real debate democrático sobre este asunto y limita fuertemente el aprendizaje institucional frente a eventuales errores. Fomenta, adicionalmente, la circulación de mensajes contradictorios hacia la ciudadanía.

 

Detengámonos aquí para explicar estas afirmaciones. En la etapa realizada ante la Corte Suprema el proceso de selección de candidaturas para conformar la quina respectiva se basó—al menos, desde el punto de vista formal— en el examen de las trayectorias profesionales de las/los postulantes y en la evaluación cualitativa del desempeño individual en la audiencia pública. Este último trámite está previsto para que cada postulante comparta con el alto tribunal y con la ciudadanía su visión y comprensión política del cargo al cual postula. Sin embargo, pareciera tratarse de un ritual que linda en lo mecánico: no hay interacción entre postulantes y quienes están encargados de conformar la quina.  Como ya mencioné, ninguna de las decisiones adoptadas por estos últimos (ni la decisión colegiada ni la individual), es objeto de motivación alguna. ¿Cómo saber, entonces, qué criterios fueron considerados relevantes y por qué?

 

En la etapa que se realiza ante el Senado, en cambio, sí hay un ejercicio de fundamentación de las preferencias.  El gobierno, a través de sus ministros, debe defender cada nominación; mientras  que  las preguntas y  respuestas producidas durante la audiencia pública de las personas nominadas, así como otros discursos periféricos de las y los senadores permiten reconstruir, de manera más fiable, los criterios considerados relevantes por estos órganos representativos y, en cierta medida, la manera en la que fueron aplicados. Sin embargo, las concepciones sobre el rol del Ministerio Público y del Fiscal Nacional parecen ser extremadamente heterogéneas, propensas a la distorsión y permeables a sesgos. Sobre esta cuestión volveré más adelante. 

 

En suma, puede sostenerse que el marcado carácter discrecional del sistema de designación del Fiscal Nacional de Chile y su opacidad son un caldo de cultivo no solo para la politización de su nombramiento, también acrecienta las posibilidades de fenómenos de corrupción. Adicionalmente, puede facilitar la discriminación de género, como intentaré demostrar en la sección siguiente de esta columna. Por ahora basta con adelantar que las diversas concepciones sobre el rol del Ministerio Público y de su máxima autoridad, fácilmente pueden enmascarar concepciones sesgadas o estereotipadas. 

 

En consecuencia, la inexistencia de un perfil de cargo sujeto a deliberación democrática, conocido, suficientemente detallado y que garantice la idoneidad, autonomía y probidad de quien ejerce este cargo es un claro déficit del proceso de selección. A resultas de lo anterior, otras dimensiones relevantes, como la posterior rendición de cuentas, resultan también enmarañadas y comprometidas.

El género no corre

 

Como ya anticipé, por primera vez desde la creación del Ministerio Público, una mujer fue nominada por el Ejecutivo para encabezarlo. Sin embargo, frente a la posibilidad de que esa consideración fuera privilegiada por el gobierno y este proceso se transformara en un hito histórico desde el punto de vista de la igualdad de género, no todo el mundo se manifestó igualmente entusiasta. 

 

El senador Pedro Araya, evocó esa posibilidad como una amenaza a la institucionalidad y algo indeseable. En una entrevista concedida al diario La Segunda este declaró que él y otras personas (no precisó quiénes) le habían manifestado al gobierno que “aquí el tema de género no corre”. En su opinión, se ne

cesitaba un buen fiscal nacional, sea hombre o mujer, para ordenar la fiscalía y garantizar una conducción firme de la política criminal enfocada en los problemas de seguridad. 

A esa afirmación, aparentemente neutra y juiciosa (¿quién podría objetar que la persona que desempeñe tan importante función deba ser idónea?), subyace una premisa muy controvertida: el principio del mérito se opondría a una política destinada a cerrar la brecha de género en la cúspide del sistema justicia. Como suele ocurrir cada vez que se alerta de tamaño riesgo para la democracia, la sospecha de que las mujeres están per se menos calificadas que los hombres para ejercer estos importantes cargos, aflora.

 

En contraste, la evidencia muestra que la falta de idoneidad femenina es, en realidad, un mito. La filósofa española, Celia Amorós, sostiene que esta creencia relativa a la “falta de investidura” de las mujeres deriva de una concepción social que asume como premisa la degradación social de lo femenino.  En otras palabras, es el déficit de autoridad social de las mujeres, tan arraigado como omnipresente, el cual origina que las mujeres sean vistas como naturalmente menos creíbles, confiables o aptas para ejercer el poder[3]. Los hombres, en cambio, disfrutan de un sobreexcedente de esa investidura. De ahí que las escasas mujeres que se adentran en espacios de poder, a sabiendas de que son vistas como peces fuera del agua, tienden a acumular méritos excepcionales para contrarrestar ese efecto. A veces lo logran, a menudo no. En 1986, dos periodistas del diario The Wall Street Journal acuñaron la expresión “techo de cristal” para designar un conjunto de barreras invisibles, capaces de frenar la movilidad ascendente de las mujeres, pese a poseer de sobra los conocimientos, credenciales y competencias para hacerlo. 

 

En suma, el mérito femenino existe y en abundancia, pero requiere para relucir condiciones socioculturales que no lo sepulten. Por eso, varios órganos internacionales relacionados con la protección de derechos humanos han llamado a los Estados a remover las barreras institucionales y culturales que entorpecen la llegada de mujeres a los más altos cargos del sistema de justicia e implementar medidas afirmativas o políticas de paridad. 

 

La evidencia disponible le viene dando la razón a esos órganos. Sabemos que cuando la designación es hecha por órganos políticos priman criterios de la misma naturaleza y se activan las llamadas old boys networks (redes formales e informales masculinas). Esto despierta la renuencia de muchas mujeres, a quienes las lógicas y prácticas del poder les resultan ajenas. El resultado es su autoexclusión. También fomenta una idea del mérito que coincide con atributos masculinizados, es decir, alimenta los sesgos de género. En el imaginario político chileno la figura del fiscal nacional parece siempre reunir esas características. Evoca alguien fuerte, alguien que “ponga orden”, alguien concentrado en perseguir ilícitos que afectan la seguridad pública (robos, por ejemplo) y no fenómenos que ocurren en lo privado y afectan predominantemente a mujeres, como la violencia intrafamiliar.  

 

El rechazo de la nominación de Marta Herrera por parte del Senado corrobora las grandes dificultades que tienen las mujeres para ser nombradas en estos cargos, pese a acumular— como era el caso—  abundantes y extraordinarios méritos curriculares. Con todo, identificar exactamente cómo operaron esas barreras y cuál fue su peso específico requiere mayor información e investigación. Por consiguiente, por ahora me contentaré con formular algunas hipótesis que me parecen plausibles.

 

Como en la etapa realizada ante la Corte Suprema no conocemos los motivos que subyacen a los votos de sus integrantes, es imposible pronunciarse con certeza sobre cómo pesó el factor género en la ubicación de su candidatura en la quina. Herrera ocupó el tercer lugar, con 9 votos, mientras que José Morales (el primer nominado) ocupó el primer lugar, con 17 votos. Ángel Valencia, quien resultó finalmente designado, Fiscal Nacional, se situó en segundo lugar, también con 17 votos. Solo disponemos de las cifras que muestran la distribución de los votos realizada por las y los integrantes de la Corte Suprema en favor de cada una de las candidaturas. Los hallazgos que arroja un análisis reciente de estas cifras, hecho por Mauricio Duce[4], son consistentes con otras investigaciones. 

 

En primer lugar, aparentemente, se produjo un fenómeno de autoexclusión femenina. Del total de 17 candidaturas presentadas, solo 6 (un 35,3%) corresponden a mujeres. En segundo lugar, las magistradas de la Corte Suprema no necesariamente votaron por las candidaturas de mujeres. Es decir, no hay una predisposición necesaria de las mujeres a votar por mujeres en estos casos.  Las cifras que Duce suministra en su estudio muestran, de hecho, una cierta tendencia al voto cruzado por género en esta etapa del proceso. Esas cifras no aportan luces, sin embargo, sobre otras cuestiones que podrían ser relevantes. Por ejemplo, no es posible saber si las y los integrantes de la Corte Suprema consideraron la cuestión de la presencia femenina en este tipo de cargos como un criterio para distribuir sus votos. Y si en el caso de no haberlo hecho, ello ocurrió porque lo consideran un criterio no pertinente, al no estar expresamente consensuado o regulado; o porque, en cambio, no adhieren ideológicamente a esta clase de políticas de género.

 

Está claro que la votación en el Senado tampoco favoreció a Marta Herrera. En una entrevista posterior al rechazo de su nominación, otro senador —Jaime Quintana— afirmó que Herrera era, de todos los nominados, la persona con menos redes políticas. Agregó que “eso le pasó la cuenta y eso, que debiera ser una fortaleza en cualquier democracia, en cualquier institución seria, aquí fue un problema, porque probablemente algunos senadores querían un fiscal a la carta, un fiscal a quien tomar el teléfono para llamarlo”[5]. Como queda claro de sus palabras, el senador Quintana vinculó el déficit de redes políticas de Marta Herrera (un obstáculo comúnmente identificado en las investigaciones sobre segregación vertical de las mujeres) con una menor predisposición a la corrupción. Esa combinación de factores la habría perjudicado, según él.

 

Su conjetura es muy interesante. Aun cuando no pueda corroborarse de momento, ella introduce un elemento que, de más en más, es objeto de análisis en estudios dedicados a las relaciones entre poder y mujeres. Ese elemento se refiere a la predisposición a la corrupción desde el punto de vista de género. Hay varias teorías que sugieren que las mujeres tendrían menor disposición a la corrupción. En parte, porque la manera en que han sido socializadas fomentaría en ellas comportamientos más apegados a las reglas y, por consiguiente, una mayor aversión al riesgo que las inhibiría con mayor frecuencia que los hombres de participar en actos de corrupción. En otras palabras, dado que el comportamiento corrupto (casi) siempre implica una probabilidad de ser descubierto y un riesgo de ser castigado, dicha posibilidad y dicho riesgo son más disuasivos para las mujeres que para los hombres. 

 

La posibilidad de que una menor predisposición a la corrupción pudiera haber tenido un rol en la fallida nominación de Herrera, me parece una hipótesis sugestiva y que debiera ser tomada serio. Después de todo, ella ocupaba el cargo de Jefa de la Unidad Anticorrupción del Ministerio Público y, además, en declaraciones posteriores a su fallida designación, ella misma refirió episodios que la hacen plausible. Según sus dichos, ella habría sido objeto precedentemente de influencias indebidas por parte de parlamentarios. Estas buscaban mermar la autonomía del Ministerio Público para llevar a cabo las investigaciones penales en contra de autoridades políticas. Y ella se habría opuesto frontalmente a esas influencias[6].

Creo, además, que hay elementos para sostener la presencia adicional de otro tipo de sesgos. Unos que, aún emanando del diseño institucional, pueden amplificarse por otros derivados del orden social de género. Estos últimos remitirían a concepciones estereotipadas sobre las mujeres. 

Un antiguo senador observó durante la tramitación de la ley que creó al Ministerio Público y a la que me referí antes, que una estructura piramidal en cuya cúspide se ubica una figura unipersonal puede fomentar un efecto contagio.Toda irregularidad, desviación de función o deficiencia imputable, directa o indirectamente, a la máxima autoridad del Ministerio Público tiene el potencial de contaminar al órgano completo, comprometiendo su legitimidad o imagen pública. 

 

Una particular versión de este efecto contagio, amplificada por concepciones de género, parece haberse producido en el caso de Marta Herrera. Una de las objeciones más curiosas y repetidas por integrantes del Senado para rechazar las nominaciones de personas que ocupaban puestos directivos en el Ministerio Público apuntaba a la continuidad que esas nominaciones implicaban respecto de la gestión del Fiscal Nacional saliente. El protagonismo de esta objeción en el caso de Herrera, plantea interesantes interrogantes. Desde luego, algunas de ellas son de carácter general (¿qué era exactamente lo que se reprochaba al anterior Fiscal Nacional? , ¿qué expectativa exactamente había sido defraudada por este?). Y otras asociadas específicamente a este efecto contagio (¿Cómo se produce y qué implica?). Ya dije que Marta Herrera ocupaba uno puesto directivo en la unidad de anticorrupción.  Ese solo hecho fue considerado prueba suficiente de su voluntad continuista. Poco importaron sus explicaciones sobre la estructura organizacional del Ministerio Público y sobre su escasa incidencia competencial en la determinación de la orientación y las políticas del Ministerio Público, las que fueron desoídas en el Senado. Tampoco importó el plan de gestión presentado por ella, el cual ofrecía nuevas perspectivas y rumbos de gestión institucional para el Ministerio Público.  

 

Por supuesto, el hecho de que sus explicaciones y propuestas no lograran convencer puede obedecer a varias causas. Pero no puede descartarse la influencia de estereotipos de género. Una de las consecuencias del déficit de investidura de las mujeres para ejercer el poder es la tendencia a considerar que sus decisiones y sus logros profesionales se explican por la intervención de figuras masculinas, o requieren ser socialmente validados por estas últimas. Dicho déficit social suele poner a las mujeres constantemente bajo la égida de influencia de los hombres con los que se relacionan, íntima o profesionalmente. Es posible, entonces,  que el efecto contagio se haya vuelto plausible o intensificado a ojos de las/los integrantes del Senado debido a la presencia de esta concepción estereotipada. 


  • Artículo actualizado el lunes 13 de marzo de 2023, a las 12:27 pm (EST).

* Profesora de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad Austral de Chile

[1] Duce,  Mauricio. ¿Qué significa un Ministerio Público autónomo?: problemas y perspectivas en el caso chileno, en https://biblioteca.cejamericas.org/bitstream/handle/2015/4782/duce-autonomia-mp.pdf?sequence=1&isAllowed=y

[2] Fundación para la Justicia y el Estado Democrático de Derecho. Estándares internacionales sobre la autonomía de los fiscales y las fiscalía, disponible en: https://biblioteca.cejamericas.org/bitstream/handle/2015/5557/DOCUMENTOFINAL.pdf?sequence=1&isAllowed=y

[3] Amorós, Celua. (2006) La gran diferencia y sus pequeñas consecuencias para la lucha de las

mujeres (Madrid, Ediciones Cátedra).

[4] Duce, Mauricio, Algunos datos sobre la elección de fiscal nacional y la variable de género ante la Corte Suprema, diponible en https://espaciopublico.cl/algunos-datos-sobre-la-eleccion-de-fiscal-nacional-y-la-variable-de-genero-ante-la-corte-suprema/

[5] Entrevista concedida a Radio Universidad de Chile, 20 de diciembre de 2022, disponible en: https://radio.uchile.cl/2022/12/20/senador-juan-luis-castro-y-designacion-de-fiscal-nacional-hay-que-modificar-el-sistema-de-nombramiento-porque-se-ha-politizado-en-exceso/

[6] Entrevista publicada en La Tercera, 20 de diciembre de 2022, disponible en: https://www.latercera.com/nacional/noticia/marta-herrera-tras-fallida-nominacion-a-fiscal-nacional-he-tenido-que-pagar-un-costo-por-el-rol-que-me-ha-tocado-jugar-en-ciertas-investigaciones/2MYN6SOLEBF3JLJI7O46IQP44E/

Imagen de portada: AP Photo/Esteban Felix


 

Dra. Yanira Zúñiga.

Profesora Titular del Instituto de Derecho Público.

Columna de opinión publicada en Blog de la Fundación para el Debido Proceso (DPLF)

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