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Repensar la laicidad | Por Yanira Zuñiga

Columna de opinión publicada en el diario La Tercera, por la Profesora Titular del Instituto de Derecho Público de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales Dra. Yanira Zúñiga. 


Se dice que el Te Deum es un acto republicano porque forma parte del rito oficial de celebración de las Fiestas Patrias, desde la época de la Independencia. Este sincretismo entre lo estatal y lo religioso ha tenido dos grandes puntos de inflexión: la inclusión, en 1970, de algunas iglesias evangélicas, ortodoxas y judías, transformándose en un acto ecuménico, y la realización de una ceremonia adicional -el Te Deum evangélico-, a partir de 1975.

 

En la génesis de esta tradición, nada había de anómalo. Chile era un estado confesional, con una religión oficial -la católica-. Sin embargo, cuando la Constitución de 1925 reconoció la libertad de creencias, conciencia y culto, se produjo la separación formal entre la religión y el Estado, inaugurándose un republicanismo secular. Pero, no parece que la religión haya sido despojada de su capital político. Todo lo contrario.

A la serie de privilegios que la Constitución y las leyes reconocen a las iglesias (v.gr. ventajas tributarias y mayor protección de su institucionalidad, prácticas y creencias), a partir del último tercio del siglo XX se ha sumado una revitalización de la acción política religiosa a través de nuevas estrategias. La voz, individual o conjunta, de las iglesias resuena en declaraciones públicas hechas en distintos formatos. El Te Deum sigue siendo una gran caja de resonancia. En su última versión, el arzobispo Chomalí dijo ser el portavoz de “aquellos que no tienen voz, desde los niños no deseados en el vientre de sus madres hasta los ancianos descartados que dan su último respiro”. El lirismo de su homilía disimulaba muy poco una crítica a los proyectos de aborto y eutanasia, anunciados por el gobierno. La acción política religiosa se hace sentir también mediante las bancadas religiosas, las cuales han ganado terreno en los congresos latinoamericanos. Se sirve, además, del litigio estratégico. Por ejemplo, en julio de este año, la Conferencia Episcopal presentó un escrito ante la Contraloría para que se declarara ilegal e inconstitucional el nuevo reglamento sobre la objeción de conciencia.

 

En suma, el activismo religioso no se ocupa solo de salvar almas, se ramifica y actúa en la esfera pública, a través de organizaciones políticas y de la sociedad civil; tiene presencia en los congresos y en los tribunales, y recurre a discursos y argumentos anclados en lógicas tradicionales (como la familia patriarcal), o que se apropian y reinventan construcciones secularizadas, como la dignidad o los derechos humanos. ¿Qué implica, entonces, que Chile sea un Estado laico?

 

La laicidad parece ser un paradigma inestable y ambiguo. Se equilibra sobre cuatro pilares fundamentales (la libertad de conciencia y religión, la separación de lo político y lo religioso, la igualdad de las religiones y la neutralidad confesional del Estado), cuyo significado, a menudo, no es claro. Decir que un Estado es laico puede ser una aseveración críptica o, peor aún, vacía. Urge, entonces, repensar la laicidad.

 

 

Por Yanira Zúñiga,

profesora Instituto de Derecho Público, Universidad Austral de Chile

 

 

 

 

 

 

 


 El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la UACh.

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