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¿Feminismo de derecha? Una crítica a Carlos Peña

El llamado a huelga feminista para el próximo 08 de marzo ha generado una polémica. La ministra Isabel Plá sostuvo que dicho llamado “distrae de los temas más centrales, importantes y mayoritariamente demandados por las mujeres”; y llamó a las organizaciones convocantes a no instrumentalizar las demandas feministas inscribiéndolas en una agenda sesgada de izquierda. La coordinadora 8M ha replicado que los temas de mujeres no se restringen solo a la violencia machista, entendida como acoso, abuso, golpes y femicidios; y comprenden, por el contrario, todo aquello que precariza la vida de las mujeres.

 

En una columna reciente, titulada ¿Qué Feminismo?, Carlos Peña intenta explicar esta controversia trazando una frontera entre un feminismo de derecha y un feminismo de izquierda. Fiel a su idea de que los chilenos han abrazado con entusiasmo la modernización capitalista, en dicha columna Peña alerta al movimiento feminista del peligro de cultivar una narrativa exacerbada de la estructura que acabe distanciando la agenda feminista “de la sensibilidad cultural de las mayorías”, más comprometidas— según el columnista— con el ideal de la individualización.

 

Peña tiene razón al sostener que la transformación capitalista ha impactado profundamente en el modelo social chileno, consolidando al mercado como forma de organización económica y catalizando un notorio apego de la población chilena a valores individualistas (la competencia, el consumo, la ambición y desarrollo personal, en resumen, el cacareado “mérito”). Sin embargo, es muy discutible que la población chilena esté tan satisfecha con dicho cambio como postula el columnista.

 

Peña desdeña con facilidad aquello que resulta evidente para cualquier buen observador: la modernización capitalista ha germinado nuevas formas de dominación y explotación que marcan los límites (o, sencillamente, nos descubren la ilusión) de ese horizonte de autorrealización personal que promete el imaginario capitalista. La adhesión, más o menos consciente, a la modernización capitalista de la población chilena convive con un deseo, cada vez más articulado políticamente, a través de diferentes oleadas de movilizaciones sociales (las movilizaciones estudiantiles y No + AFP, por ejemplo), de derrumbar las bases de dicho modelo. Puede decirse, entonces, que la sociedad chilena es marcadamente híbrida, y que la vivencia individual de cada chileno o chilena en relación con la modernización capitalista es diversa, plural y contradictoria. Si a eso le sumamos que la gramática de las demandas sociales está reescribiéndose, desenfocándose progresivamente de las exigencias de la redistribución económica e incorporando demandas de reconocimiento de ciertos grupos como actores sociales relevantes, no parece muy razonable que las ideas feministas, pertenecientes a una visión radical de cambio social (es decir, preocupada de las causas o raíces de la desigualdad y no solo de su expresión contingente) alineen su estrategia político-discursiva con un proyecto—la profundización de una sociedad individualista y capitalista — cuya hegemonía está justamente en discusión.

 

Esto me lleva a la cuestión más llamativa que contiene la columna de Carlos Peña: la distinción entre un feminismo de derecha y un feminismo de izquierda. Esta distinción me parece especialmente problemática y intentaré explicar por qué.

 

Por sí sola, la frontera entre la derecha y la izquierda es borrosa. Los intentos de capturar dicha distinción abundan, de la mano de diferentes binomios (tradición/cambio, conservadurismo/progresismo; libertad/igualdad, individualismo/colectivismo, capitalismo/anticapitalismo, técnica/ideología, etc.) que evocan posiciones políticas irreconciliables. A menudo, tales binomios no reflejan el crisol de propuestas de los movimientos o partidos que reivindican o reniegan de una u otra etiqueta, y sus usos políticos suelen ser tácticos o interesados, lo cual aumenta la ambigüedad de la distinción.

 

En su columna, Peña busca resolver esta ambivalencia de significado ofreciéndonos una caracterización de lo que él concibe como el feminismo de derecha y el feminismo de izquierda. El primero estaría focalizado en la agencia individual y confiaría en los incentivos socio-estatales como estrategia de emancipación/igualación femenina. Para el segundo, en cambio, la división sexual de la sociedad sería de carácter estructural y estructurante. En consecuencia, para el feminismo de izquierda los estímulos o incentivos a la autonomía individual no serían suficientes para alcanzar la igualdad entre hombres y mujeres; solo podría alcanzarse dicho objetivo mediante un cambio profundo de las estructuras que producen la desigualdad.

 

En realidad, lo que Peña nos ofrece es una distinción entre mujerismo y feminismo. Para advertir lo anterior es importante revisar, sucintamente, el recorrido histórico del feminismo y realizar algunas precisiones conceptuales.

 

Durante toda su historia, el pensamiento feminista ha buscado dar articulación teórica a un movimiento social que ensambla prácticas expresivas, subversivas, identitarias, más o menos orgánicas, y, sobre todo, críticas del contexto social. Las demandas de las mujeres han impulsado a la teoría feminista a realizar replanteamientos conceptuales radicales de los esquemas teóricos vigentes, desde la modernidad en adelante. En particular, el pensamiento feminista ha sido crítico respecto de la tradición moderna, edificada sobre aquellos presupuestos liberales clásicos – libertad individual, igualdad meramente formal, no intervencionismo estatal en lo privado– que condenaban a las mujeres a ser no-sujetos o, en el mejor de los casos, sujetos incompletos. Desde sus orígenes, el feminismo ha apuntado no a la diferencia sexual per se, sino a la estructura o a las relaciones sociales que sobre ella se vertebran, como la causa de la subordinación femenina, ha denunciado que esa subordinación no es natural y mostrado que ella tiene ramificaciones materiales (como las brechas salariales) y simbólicas (como el lenguaje).

 

Así, por ejemplo, en Vindicación de los derechos de la mujer (1792), Mary Wollstonecraft alertaba a las mujeres respecto de “esas bellas frases femeninas que los hombres utilizan con condescendencia para dulcificar nuestra dependencia servil” y denunciaba que “los hombres, en general, parecen emplear su razón para justificar los prejuicios, los cuales han sido asimilados de un modo que les resulta difícil descubrir, en lugar de erradicarlos. En el siglo XX, en su influyente obra El segundo sexo (1949), Simone de Beauvoir advertía que la simple yuxtaposición del derecho a sufragio y de un trabajo no equivalen a una liberación porque el trabajo no es libertad si la mayoría de los trabajadores son explotados y si la estructura social sigue reflejando un mundo ideado por los varones para satisfacer sus propias necesidades. Más recientemente, en el libro Política sexual (1969), de Kate Millet, se teoriza el lema del feminismo de los 70: "lo personal es político". De ahí en adelante, las feministas han sostenido que las disparidades que ocurren en lo privado-familiar deben ser visibilizadas, y sometidas a un debate público como miras a ser reestructuradas.

 

En resumen, la vocación permanente del feminismo ha sido controvertir los límites y el contenido de lo político, desde la ciudadanía a la familia, de lo individual a lo social y viceversa. Su foco de atención ha sido y sigue siendo las relaciones y las estructuras de poder (interpersonales y grupales; sociales e institucionalizadas) que han intentado naturalizar la opresión de las mujeres. Si la noción de género—que es el gran acervo conceptual del feminismo contemporáneo— ha sintetizado la crítica feminista en torno al poder social, el concepto de patriarcado ha sido el receptáculo para desarrollar una crítica a las estructuras sociales de reproducción de la asimetría de género. Por tanto, en la tradición feminista, (re)conceptualizar es equivalente a politizar (no un mero ejercicio teórico-académico, como sugiere Peña en su columna).

 

Es evidente que el feminismo abarca muchas manifestaciones teórico-prácticas, entre otras cosas, porque se combina con otros pensamientos sobre la desigualdad social (de clase, étnico o cultural, de orientación o preferencia sexual etc.) para crear un abanico de propuestas analíticas y políticas. Es claro también que la forma en que se concibe la igualdad de género al interior de estos feminismos (es decir, cuál es la manera óptima en la que el poder y las oportunidades entre hombres y mujeres deben ser distribuidos para que exista justicia social) y cuál es la mejor forma para alcanzarla, pueden variar en las agendas de las diferentes organizaciones feministas. Pero de ello no se sigue que todo discurso sobre las mujeres pueda ser considerado un tipo de feminismo.

 

La filósofa española, Amelia Valcárcel ha hecho notar que dado que el feminismo ha comenzado a tener éxito se ha vuelto un discurso que “vende”, lo que ha permitido el desarrollo de los llamados mujerismos o pseudofeminismos. ¿Qué entiendo por mujerismos? Discursos de diferente laya, construidos en clave emotiva o solidaria, que enarbolan a las mujeres como si fueran un mantra para dar cuenta de un presunto compromiso con sus derechos, que habitualmente remite a un elenco minimalista de intereses/situaciones, y que, en general, no cuestiona las raíces de la desigualdad que aquellas sufren. Esos discursos pueden ensalzar las virtudes naturales de las mujeres, destacar la contribución femenina a objetivos sociales (en la familia y, especialmente, como fuerza laboral), preconizar la acción individual como forma de evitar la desigualdad, etc.

 

Un ejemplo puede ser útil para ilustrar lo anterior. El año pasado, la Fundación para el Progreso desplegó múltiples esfuerzos para difundir en prensa, universidades y colegios, el libro Afrodita desenmascarada. Una defensa de un feminismo liberal, de la española María Blanco. En este libro se criticaba el “victimismo” del feminismo de izquierda, se llamaba a las mujeres a no atarse al colectivismo «de rebaño», ni forzar por ley comportamientos que tienen que brotar de la conciencia de cada cual; se sugería que el problema de la desigualdad era causado por la actitud pasiva de las propias mujeres y que debía ser resuelto, en concordancia, por un cambio de actitud de cada mujer (“No se trata tanto – decía la autora– de que los hombres modifiquen nada, se trata de que las mujeres dejemos de ponernos nerviosas, de desconfiar y de tener un desempeño peor cuando nos enfrentamos a un hombre). Es evidente que más que promover la emancipación de las mujeres mediante una praxis colectiva, este libro busca desactivar esa praxis y diluirla en pura individualidad.

 

La notable feminista estadounidense, Nancy Fraser, viene advirtiendo hace tiempo que la ambivalencia del feminismo en el uso o promoción de un lenguaje o de categorías de raíz individualista solo puede hacerle un flaco favor al movimiento, no porque las feministas fuésemos víctimas pasivas de la seducción neoliberal, sino porque muchas de nuestras demandas son tergiversadas, terminan alimentando al capitalismo y precarizando las condiciones de vida de las propias mujeres (por ejemplo, el reclamo sobre la injusticia de las brechas de ingreso derivadas de la crítica al trabajo doméstico, ha sido utilizada para justificar una agenda neoliberal de flexibilización /desregulación del trabajo femenino). Ad portas del 8 de marzo, estoy convencida de que, a estos efectos, es mejor escuchar a Fraser que a Peña.

 

 

Yanira Zuñiga Añazco.
Profesora de Derechos Fundamentales - UACh

 

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