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Sobre lo que nos dejan las movilizaciones.

Lo que hemos vivido en los últimos días es un remezón que nos ha obligado a mirar una serie de fenómenos que se superponen y, en cierta medida, se oponen. Ninguna interpretación unicausal o unidimensional, de las que se han ofrecido a través de los medios de comunicación, puede capturar explicativamente todo lo que ha ocurrido en un poco más de una semana. 

 

No se trata — como expresó el gobierno en sus sucesivos discursos públicos—de una ruptura del orden público, ejecutada y promovida por un grupo reducido de vándalos; ni tampoco de una reacción social derivada de la subida del precio del pasaje del metro, ni mucho menos de un estado de guerra contra un poderoso enemigo, que nadie logró identificar. Tampoco parece explicar el asunto la tesis Carlos Peña. Este sostiene que lo que hemos presenciado es «un estallido emocional, pulsional, de índole generacional» alentado por ciertos problemas de legitimación de la modernización capitalista» que fue contagiado y abrazado irreflexivamente por del resto de la población, dominada por una suerte de «beatería juvenil». En opinión de Peña, lo que hemos visto no puede aspirar a alcanzar el “pedigree” de un movimiento ciudadano.   

 

La causa explicativa que ha sido más apuntada por los comentaristas que han desfilado por los medios de comunicación remite a la desigualdad estructural de la sociedad chilena. Así, se ha argumentado que Chile es uno de los países más desiguales del mundo según demuestran todos los indicadores internacionales de distribución de la riqueza. Pero, aunque esta tesis parece ser aquella que tiene más capacidad explicativa, si se mira el grupo de demandas que aparecen en los carteles que se han desplegado en las calles de todo Chile, pareciera ser que estos apuntan a la existencia de una dimensión adicional de queja: las desigualdades de estatus. Estos carteles hablan de endeudamiento, bajas pensiones, acceso precario a la atención de salud; y también, de abuso, de humillación, de pérdida de dignidad. En consecuencia, la tesis de la desigualdad económica también parece quedarse corta. 

 

Sea que se asuma o no una explicación de la desigualdad estructural económica comprensiva de las asimetrías de estatus (por la que me inclinaría) como detonante de estas manifestaciones, esta tesis no permite asumir, sin más, que lo que la gente demanda en las calles es la ruptura completa del modelo neoliberal y su sustitución por un modelo de relaciones basados únicamente en lo colectivo y la solidaridad. 

 

Después de todo, la mayoría de las personas que votaron en la última elección lo hicieron por una agenda política que tiene muy poco o nada de lo anterior. Por otra parte, algunas discusiones recientes de política pública apuntan en otro sentido. Así, en el marco de la demanda de mejores pensiones, hemos visto que hay un grupo importante de personas que desean un mejoramiento de sus futuras pensiones, pero que no están dispuestas a que sus ahorros personales puedan servir para incrementar las pensiones de los jubilados actuales y de quienes se jubilarán antes que ellos. En el marco de la implementación del sistema de inclusión escolar, un abundante número de personas ha reaccionado rechazando este sistema al que considera una amenaza respecto de los derechos de sus hijos e hijas para acceder a una mejor educación y ascender socialmente. Las más lejanas discusiones sobre gratuidad pusieron de relieve también que un grupo importante de jóvenes considera que la educación superior debe priorizarse, desde el punto de vista de su satisfacción, a otras demandas sociales, igualmente justas. 

 

Investigaciones como las de la socióloga Kathya Araujo— quien prácticamente no ha tenido tribuna en medios de comunicación -— sugieren que el modelo económico neoliberal chileno no solo implicó una transformación de las bases económicas sino una nueva oferta de modelo de sociedad. La imagen de una sociedad perfectamente móvil y competitiva; la exacerbación de la ambición, del esfuerzo propio y de la responsabilidad individual sobre la trayectoria vital; la sacralización de las diferentes formas de capital y propiedad (sobre los estudios, los bienes, las redes, los derechos, etc.), construyeron una narrativa unificada que presenta al mercado y al consumo como vías de emancipación, e impone un darwinismo social como única forma posible de relación interpersonal e intergrupal. En su investigación cualitativa— que es anterior a esta movilizaciones-—Araujo demuestra que existe un grupo considerable de personas que valoran el acceso al crédito, y que reconocen en este la llave de un mejoramiento de sus condiciones materiales e inmateriales de vida. En cierta medida, el crédito se transformó para extensos sectores de la sociedad chilena no solo en un medio para adquirir bienes sino también en la forma de comprar estatus. 

 

Las reivindicaciones que nos ofrecen las imágenes de las marchas recientes sugieren diferentes aproximaciones, vivencias y grados de compromiso político y moral con el modelo neoliberal. Algunos de ellos demandan su transformación, otros su corrección y otros su superación o desmantelamiento. En cualquier caso—como apunta Bourdieu—esto podía verse venir. La sociedad capitalista llega a un punto en que no puede seguir comprando con su falsa moneda la ilusión que vende: mejoramiento ilimitado y general de las condiciones de vida. 

 

De ahí que las cuestiones de naturaleza político-institucional que estas movilizaciones han visibilizado sean especialmente relevantes. Puede decirse que las marchas vehiculan también una demanda de democratización que refleja la gran contribución que el sistema político institucional postdictadura ha tenido en la mantención de este modelo. Aunque es cierto que buena parte de las limitaciones del sistema político chileno derivan de algunos cerrojos constitucionales que ha sido muy difícil desmontar (aquello que Fernando Atria denomina la constitución tramposa), las prácticas políticas en estas últimas décadas no han favorecido tampoco, teniendo cierto margen de maniobra para hacerlo, que el sistema político capture y procese adecuadamente las demandas y necesidades sociales que, como ya mencioné, son variadas y contradictorias en algunos casos. Más bien, el sistema político chileno ha estabilizado el modelo, visibilizando a ratos su implacable tendencia a reproducir sus lógicas. Muestra de ello es que cuando el sistema político posdictadura ha sido capaz de generar políticas sociales contra la desigualdad lo ha hecho siempre en clave neoliberal. Un par de ejemplos sirven para corroborar esto. La gratuidad universitaria funciona como un voucher, lo que ha favorecido que estas transferencias estatales se transen en el mercado educacional beneficiando especialmente a aquellas instituciones de educación superior que cultivan abiertamente un enfoque de negocio. El establecimiento de políticas universales de salud se ha traducido, en la práctica, en la proliferación de convenios con clínicas privadas para garantizar el cumplimiento de las coberturas de prestaciones, sofocando aun más al sistema público de salud a través de la pérdida de sus escasos recursos históricos. 

 

Esta dinámica de funcionamiento del sistema político-institucional ha contribuido adicionalmente a catalizar un fenómeno de deslocalización de la discusión pública, desde el Estado hacia otros espacios sociales, como las calles o las universidades. Lo anterior encierra una paradoja: el tránsito de la discusión política, desde el parlamento a la calle o al espacio universitario, aun cuando fomenta la densificación del tejido social, precariza la función deliberativa del Estado y su rol como árbitro de intereses diversos y como proveedor de servicios sociales generales. Esto es muy claro si miramos lo que ha ocurrido al interior de buena parte de las universidades que forman parte del CRUCH.   

 

Quienes formamos parte de estas comunidades hemos buscado en ellas la constitución de una suerte de mini-Estado, que sea capaz de resolver no solo la injusticia distributiva sino también la injusticia de estatus. Así, nuestras universidades se han vuelto el foco de un reclamo por garantía de prestaciones sociales (poco importa si son estatales o no); y por protecciones contra la violencia, contra el abuso, contra la humillación y contra la deshumanización. Por supuesto, hay buenas razones para que las universidades formen parte de una red de impulsos políticos y de acciones contra estas dos clases de desigualdades. Por tanto, no quiero sugerir que lo anterior sea inadecuado per se. El problema es otro. Al sustituir las universidades enteramente al Estado en estas funciones, en lugar solamente de complementar su acción, el resultado termina por alimentar el modelo neoliberal, al menos de tres formas. 

 

En primer lugar, lo anterior fomenta una imagen desagregada de la vida social, en la que nuestra mejor opción de crear membresía sociopolítica se da al interior de estas microcomunidades. En segundo lugar, se produce una hiperinflación artificial del principio de subsidiariedad. El Estado queda relevado de la “necesidad” de intervenir porque los grupos intermedios acometen estas tareas por sí solos. En tercer lugar, se exacerba la competencia como la forma paradigmática de distribuir recursos escasos, obligando a las instituciones de educación superior a competir entre sí, por los pocos recursos estatales, alimentando el conflicto entre ellas y al interior de ellas. Todo ello provoca también desigualdad. Es evidente que, desde la perspectiva de las prestaciones sociales y del régimen de protección ante la violencia, el acoso y la discriminación, un/a estudiante de la UACh está en mucho mejor condición que los /las estudiantes de otras instituciones de educación superior que son receptoras también de fondos estatales. 

 

¿Tiene viabilidad este estado de cosas respecto de las preocupaciones que han mostrado las movilizaciones de estos días? Creo que no. Se requiere un esfuerzo social mayor de vertebración de la justicia social y de la democratización. Este puede servirse de los cabildos ciudadanos y de otras modalidades de discusión social, pero no debiera ser pensado y ejecutado completamente al margen de la política formal. Las instituciones políticas estatales tienen por función primordial arbitrar el conflicto y garantizar protecciones universales de derechos. La política formal puede y debe ser un espacio inclusivo y relevante para vertebrar una concepción de sociedad independizada del predominio de las lógicas de mercado. Si renunciamos completamente a las formas institucionales corremos el riesgo de la anomia y de la violencia. Las movilizaciones también nos han devuelto múltiples imágenes en este sentido: saqueos, vandalismo, abuso y violencia policial y militar; e infracciones a derechos humanos que recién hemos empezado a cuantificar. 

 

Es cierto que la precariedad laboral, la explotación económica y la deshumanización en sus diversas manifestaciones son expresiones de desigualdad y de violencia estructural. Pero ello no justifica la reacción violenta como forma de acción política, particularmente si no se han intentado y agotado otros medios de acción alternativos, a menos que nos conformemos con un horizonte hobbesiano. El reciente Estudio Nacional de Formación Ciudadana (2018), aplicado por la Agencia de Calidad de la Educación a escolares de 8° básico, mostró que, ante la pregunta sobre el apoyo al uso de la violencia, casi dos tercios de los estudiantes encuestados considera que, si las autoridades no actúan, los ciudadanos deben organizarse para castigar a los criminales y casi la mitad de los jóvenes justifica el uso de la violencia como castigo contra alguien que comete un delito contra su familia. Adicionalmente, casi un tercio de los estudiantes no está de acuerdo con la afirmación de que la paz solo se logra por medio del diálogo y la negociación. Considerando la permeabilidad de niñas y niños al entorno cultural, creo estos resultados debieran llamarnos a reflexionar sobre la influencia que ha tenido el sistema neoliberal en exacerbar el uso de la violencia. En efecto, todo modelo cultural opresivo descansa sobre estructuras sociales y sobre estructuras cognitivas, compartidas tanto por quienes dominan como por los dominados. Desde esta perspectiva, es posible que la imagen neoliberal de individuos enfrentados, unos contra otros, en una irremediable competencia por imponer sus propios intereses, explique también el incontestable incremento del uso generacional de la violencia como forma paradigmática de acción política.

 

Yanira Zúñiga Añazco                                                                                                                         

Profesora de Derechos Fundamentales  - UACh

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