Una reflexión (racional) sobre la desvinculación de Leonor Etcheverry
Los despidos que han afectado a un grupo de docentes de la Facultad de Derecho de la Universidad Diego Portales (UDP) han remecido a la comunidad jurídica nacional. Esos despidos ponen de relieve varios problemas que afectan a la academia chilena. Uno de ellos es la carencia de un estatuto que regule, de manera uniforme para los distintos planteles del país, las particularidades de la función académica. Las particularidades de la función académica no se traducen únicamente en un estatuto especial de derechos laborales de las profesoras y de los profesores — dimensión en la que, ciertamente, se podría avanzar —. Integran un conglomerado de condiciones que favorecen que los ambientes educativos sean espacios de transformación social. Después de todo, si las universidades pueden reclamar un legítimo derecho a ocupar un lugar especial en la vida democrática no es porque realicen predominantemente la formación profesional, ni siquiera porque aporten al progreso científico o tecnológico a través de sus investigaciones, sino porque sus comunidades han demostrado una vocación para enjuiciar la vida social y para ofrecer horizontes de cambio. Como lo observaba la carta abierta de estudiantes y egresados de derecho, difundida por redes sociales, desde un punto de vista identitario, la universidad se compone de las personas que se comprometen y contribuyen específicamente a esa tarea.
Por eso, me parece que la racionalidad de una política universitaria no solo debe ser juzgada en función de su capacidad para adecuarse a los estándares instalados por la tecnocracia universitaria. Muchas de las coordenadas de organización de los sistemas de enseñanza—Bourdieu lo ha examinado en Los Herederos y en Homo Academicus— responden a lógicas de reproducción de capital cultural que estabilizan condiciones y criterios de pertenencia sociales jerarquizadas. Un ejemplo puede ser útil para aclarar esta idea. En el ámbito universitario se considera que las publicaciones de mayor impacto son aquellos contenidas en ciertas revistas indexadas. Esto significa que las publicaciones en los libros, tan usuales en la difusión de las ciencias jurídicas y sociales, son consideradas, en contraste, de menor impacto. Esta forma de entender el impacto de la investigación universitaria trasunta la idea de que la máxima (pre) ocupación de un(a) académico (a) debiera ser dirigirse a auditorios dotados de una erudición similar o superior a la de quien escribe. A resultas de lo anterior, se legitima la idea de un conocimiento de élite, que puede terminar excluyendo, incluso, a las mismas comunidades profesionales de referencia (por ejemplo, tribunales y operadores jurídicos). Estos y otros indicadores académicos son, por tanto, profundamente conservadores de las jerarquías universitarias y reproducen también jerarquías sociales.
¿Qué tiene que ver lo anterior con la situación de la Facultad de Derecho de la UDP? En mi opinión, mucho. En un comunicado, el Decano de la Facultad de Derecho, Marcelo Montero, ha explicado públicamente los criterios adoptados por la institución para afrontar los ajustes presupuestarios derivados de los impactos financieros de la política estatal de gratuidad. En el caso específico de la desvinculación de la profesora Leonor Etcheberry —que ha generado una ola de reacciones públicas, por parte de estudiantes, profesoras y profesores de otras universidades— el comunicado sugiere que ella carecía de investigación de alto impacto, no exhibía formación de postgrado y dedicaba “parte de su jornada a actividades que aunque relevantes eran externas a la universidad”. El comunicado del Decano Montero asume que los criterios aplicados a la profesora Etcheverry son objetivos, porque fueron acordados por los órganos competentes de la UDP y notificados a los respectivos Consejos de Facultad, y porque sería neutrales en el sentido de susceptibles de aplicación general. El Decano invita, en consecuencia, a apreciarlos con “la racionalidad que corresponde”. Sin embargo, la objetividad no es solo una cuestión procedimental y la neutralidad no es tampoco garantía de racionalidad ni mucho menos de justicia. Quiero ofrecer tres reflexiones para discutir (racionalmente) la citada perspectiva.
Hay buenas razones para sostener que los criterios que definen el impacto de las investigaciones y exigen a las y los académicos satisfacer formaciones de postgrado son idóneos para personas que se desempeñan, utilizando la distinción de Bourdieu, en el llamado “polo científico” de las universidades, es decir, que pertenecen a las facultades de ciencias duras o de letras. Pero esas razones no concurren respecto del “polo mundano” de las universidades, al que pertenecen, indudablemente, las disciplinas jurídicas. La enseñanza jurídica es mundana porque tiene una inescindible relación con la praxis, se nutre e impacta en ella. De lo anterior no se sigue que todas las personas que se dedican a la enseñanza del Derecho deban ser litigantes, jueces o funcionarios públicos. Enseñar Derecho es también imaginarse escenarios normativos distintos a la praxis o poder explicar los existentes de una manera sistemática. Pero resulta sorprendente la afirmación de que la práctica del Derecho, a través de distintos desempeños profesionales, incluida la judicatura en el más alto nivel, pueda ser calificada, sin más, como “una actividad externa a la Universidad” ¿No requieren las y los estudiantes referentes profesionales de excelencia en las Escuelas de Derecho? ¿No se enriquece la enseñanza e investigación jurídicas a través de una mirada contextualizada? Precisamente porque hay numerosas y poderosas razones para responder a esta pregunta de un modo afirmativo, es que la anunciada desvinculación de Leonor Etcheverry parece inexplicable.
Por otra parte, también resulta, a priori, difícil de entender en qué sentido es razonable que la tasa total de despidos anunciados por la UDP (8 jornadas completas en toda la universidad) grave más fuertemente a su Facultad de Derecho que a otras unidades, considerando, además, que la planta docente de dicha Facultad ya se había visto reducida, por otros factores, en los meses precedentes. Esta desproporción indicaría, entonces, que los criterios aplicados no son radicalmente universales.
He dejado para el final la cuestión que me parece más preocupante. En mi opinión, cualquier política universitaria debiera tener a la vista los impactos de género que ella produce. Esto es especialmente relevante para las contrataciones, renovaciones y planes de retiro de personal académico. Hay una nutrida evidencia social que demuestra que, al interior de las universidades, las profesoras de diversas disciplinas configuran una élite discriminada. Al interior de la profesión jurídica, las mujeres también son discriminadas. Esto quiere decir que las mujeres no alcanzan fácilmente posiciones de poder y se concentran habitualmente en áreas o desempeños considerados socialmente menos relevantes, como lo analizó un reciente seminario organizado por el Colegio de Abogados. Para que una mujer destaque en la Academia y en el Derecho, se requiere que esa mujer posea un excedente de valor social, a menudo compuesto por méritos altamente excepcionales, que le permiten contrarrestar un verdadero “darwinismo social”. Uno de los factores que explica este fenómeno reenvía a las universidades. Pese a la masificación de la presencia femenina en las matrículas universitarias, las estudiantes carecen muchas veces de modelos de referencia femeninos directos. En consecuencia, aquellas mujeres que logran abrirse un camino exitoso en la universidad (y en otras áreas profesionales) lo hacen para ellas y también para otras mujeres. En particular, las profesoras universitarias están llamadas a cumplir el rol de espejos en el que las mujeres más jóvenes pueden ver sus imágenes amplificadas en el tiempo.
La filósofa feminista española Celia Amorós sostiene que el poder de las mujeres no es transitivo debido a que somos impotentes para hacerlo circular entre nosotras. Cuando se despide a una profesora de la talla y liderazgo de Leonor Etcheberry se pierde mucho más que una jornada de trabajo, se triza el imaginario simbólico que permite a otras mujeres, estudiantes y colegas, apropiarse de una identidad profesional que les ha sido esquiva. Por eso es tan importante la presencia de mujeres en la Academia. La llamada ola feminista ha logrado instalar en la discusión la necesidad de que las universidades sean espacios libres de violencia para las mujeres, pero no ha insistitdo suficientemente sobre la importancia de que las universidades consideren la justicia de género como una orientación general de sus criterios organizativos.
A lo largo de su historia, a Facultad de Derecho de la UDP ha dado muestra de sus compromisos con los valores democráticos y con la justicia social. Es momento de renovar esos compromisos al interior de sus propias estructuras.
Profesora de Derechos Fundamentales - UACh
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