Lenguaje inclusivo y no discrimanción
Desde hace un tiempo es posible encontrar escritores, intelectuales y grotescas huestes de las redes sociales lanzándose a una apasionada defensa de la lengua castellana y de su principal baluarte: la Real Academia Española, sacro-santa guardiana de las esencias de esta lengua. Y la aguerrida defensa se llevando a cabo frente a quien parece ser el principal enemigo a batir de la lengua de Cervantes: el lenguaje inclusivo no sexista. No es que dicha institución requiera de ayuda: ella solita se expresa contundentemente a través de las redes sociales, afirmando que el género masculino en español funciona como neutro, haciendo referencia tanto a sujetos masculinos como femeninos. En el caso de que se trate de un grupo exclusivamente compuesto por sujetos o entidades de género femenino, se ha de usar la forma plural del femenino; en caso de que haya uno solo masculino, aunque sea uno entre muchísimas, entonces corresponde usar la forma masculina.
El último en batirse en este duelo ha sido el Rector de la Universidad Diego Portales, Carlos Peña, quien, en una entrevista en La Tercera, llama a no desconocer la naturaleza del lenguaje, evitando caer en la demanda innecesaria y absurda del lenguaje inclusivo; menos aún que las universidades lo promocionen. Con mucha razón, el debate ha saltado a la palestra, y Peña ha entrado en él: ha sido una de las demandas que han puesto sobre la mesa varios movimientos feministas, especialmente aquellos de las universitarias.
Lo que parecen desconocer muchos de los defensores de la lengua española, y a veces la propia RAE, aunque no Peña, es la función que cumple la institución. Aquella, como bien señala Peña, no hace otra cosa que recoger los usos lingüísticos vigentes, no dictar cómo se ha de hablar. Desde luego, una vez fijadas cuáles son las reglas vigentes, se pretende que los hablantes las sigan: que hablen como habla todo el mundo, con el objetivo de que nos entendamos. El problema es que la RAE no se dedica exclusivamente a decir cómo efectivamente habla la gente, sino que frente al no seguimiento de las reglas del español, decide si se trata de una desviación a considerar errónea, o si bien es necesario incorporar una nueva regla al diccionario o a la gramática.
Por supuesto, no es que la RAE ignore (completamente) cuántos hablantes se desvían respecto de la regla asentada o, llegado el caso, siguen la nueva. Además de registrar cuán extendida es la desviación, lo que hacen es valorar y elegir cuándo un uso lingüístico debe ser censurado o incorporado mediante una nueva regla. Claro está, entre ser mero recopilador de usos lingüísticos, y convertirse en el sujeto que determina qué formas del lenguaje merecen ser consideradas como vigentes y cuáles no, existe una importantísima diferencia.
El lenguaje es un fenómeno convencional. Esto quiere decir que da igual que le llamemos “azul” al color del mar, y no, por ejemplo, “luza”. O que le llamemos “asca” en lugar de “casa” al lugar en el que vivimos: da lo mismo. Pero si así están las cosas, resulta un poco extraña la enconada defensa que se hace de la pureza del español frente al lenguaje inclusivo: qué más da, mientras nos entendamos. Pero, como bien atina de nuevo Peña, si bien da igual cómo le llamemos a las cosas, el lenguaje constituye el límite de aquello que podemos pensar e imaginar: nos cuesta mucho percibir realidades para las que no tenemos palabras.
No resulta pues nada raro que un profesor de derecho de primer año como yo se encuentre el primer día de clase con jóvenes alumnas quienes, preguntadas por la razón por la que desean hacer una carrera de derecho, contesten que quieren ser “abogado” o “juez”. Raramente se encuentra uno con que las estudiantes digan que quieren ser “abogada” o “jueza” y, cuando se da el caso, se advierte fácilmente la procedencia de contextos al menos culturalmente favorecidos. Muchas, literalmente, ni se imaginan que se pueda ser abogada o jueza, sino que solo desean ser abogado o juez.
Entonces, a lo mejor no es tan inapropiado intentar que el lenguaje sea un poco más inclusivo, hablando de “abogados y abogadas”, “juec@s”, “arquitectxs” o “periodistes”. Pero es aquí donde se pone nervioso hasta el corrector ortográfico automático de textos: bajo ningún modo ni circunstancia se puede permitir esto. Retomando la argumentación de Peña, por tres razones: constituye una violación de la naturaleza del lenguaje, es innecesaria y absurda. Vayamos por partes.
El propio Peña reconoce que los procesos de unificación del español y del italiano son producto de un complejo y evolutivo proceso político. Pero lo que no se puede hacer es cambiar el lenguaje de la noche a la mañana como pretenden las presiones políticas de las estudiantes. Ahora bien, ni todo cambio político es necesariamente complejo y evolutivo, ni tampoco es que sea una demanda precisamente nueva. Primero: alguien como Peña sabe perfectamente que una de las revoluciones más importantes de la historia, la francesa de 1789, si bien es el producto de una evolución silenciosa, vio florecer sus frutos de manera bastante disruptiva. Y segundo: el cambio en el lenguaje es algo que se viene proponiendo desde hace décadas como parte de las reivindicaciones feministas, tanto que el ex-presidente de la RAE, Lázaro Carreter, ya entró en una acalorada polémica hace ya más de veinte años sobre este tema. Aunque, como me apunta una colega, supongo que no es casualidad que Olympe de Gouges titulara su más famoso texto como “Declaración de derechos de la mujer y de la ciudadana”.
Pero puede que la introducción del lenguaje inclusivo sea sencillamente innecesaria y absurda: innecesaria por no hacer falta para eliminar la discriminación y absurda porque impide la comunicación. Después de darle unas cuantas vueltas, no tengo claro cuáles son los medios necesarios e innecesarios para acabar con la esclavitud de las mujeres. Lo que sí parece necesario es ser prudente a la hora de intentar cualquier cambio social. Uno debe evitar utilizar medios innecesarios por dos razones: primero, porque suelen ser inútiles y, segundo, porque pueden dañar cosas que nos parecen importantes. Dado el papel transformador que el propio Peña le atribuye al lenguaje, no me atrevería a decir que introducir fórmulas de lenguaje inclusivo es inútil.
Las dos cosas que podrían ser dañadas por el empleo del lenguaje inclusivo son la estética de la lengua y, como señala Peña, la comunicación. Tiene razón el Rector Peña cuando afirma que el uso del lenguaje inclusivo puede dificultar la comunicación, pero siempre que se refiera solo al lenguaje oral, no al escrito. Creo que mis estudiantes entienden perfectamente cuando les escribo “Estimad@s estudiantes”, pero también si se usasen expresiones similares en un artículo de prensa o en uno académico.
La otra cosa que arriesgaríamos es la pulcritud del lenguaje o, si se prefiere, su elegancia y/o estética. Pero no parece que estemos arriesgando demasiado cuando lo que está en juego es que nuestras estudiantes piensen que pueden tomar referentes femeninos a la hora de ser abogadas, y que no piensen que la profesión legal es cosa de hombres, siendo ellas unas meras invitadas en un campo naturalmente masculino. Y quien dice el mundo legal, dice también el periodístico, el docente o el médico.
¿De verdad resulta tan grave arriesgarnos a comprometer la elegancia del lenguaje para intentar acabar con las graves discriminaciones por razón de género que padecen nuestras sociedades? ¿Por qué será que algunos se molestan tanto cuando se usa el lenguaje inclusivo, pero no cuando la RAE admite “toballa” o “almóndiga”? ¿En serio vamos a seguir pensando que no tiene nada que ver con el resto de reivindicaciones de los movimientos feministas?
Profesor de Sistema Jurídico - UACh
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