Exageraciones feministas
Hace unos días, una de mis mejores amigas me dijo que no entendía muy bien qué estaba pasando con el movimiento feminista en las universidades. Todo le parecía desmesurado: desde algunas acusaciones creíbles pero exageradas – denunciar en redes sociales una foto de mal gusto, o montar un escándalo porque te toquen el poto en la micro – hasta otras que resultaban demasiado inverosímiles para ser verdad. Todo recubierto de algunas proclamas que parecen atentar gravemente contra el sentido común.
No ha habido revolución en la historia que no haya cometido excesos, aunque algunas de estas exageraciones, a personas razonables no les parezcan en absoluto reivindicaciones desmedidas. A veces, y puede que este también sea el caso, aquello que es percibido como desproporcionado es asumido como normal poco tiempo después. ¿A quién no le pareció radical, hace poco más de un siglo y medio, que las mujeres quisiesen votar, trabajasen en universidades, o incluso presidiesen la República?
Estas “exageradas” novedades han producido que muchas veces, por buena o mala voluntad, se haya identificado tales revoluciones con sus demandas más radicales. Cuando es simplemente porque lo que más nos llama la atención es lo que nos parece más escandaloso, conviene detenerse a mirar con más atención: para ver si son las únicas demandas y si son realmente tan exageradas. Cuando hay mala fe, lo que corresponde es denunciar la falacia de tomar la parte por el todo: identificar todo un movimiento con su expresión más radical, de manera tal de poder ridiculizar y rechazar todas sus demandas en su conjunto. Y el movimiento feminista ha sido en esto un excelente ejemplo: desde su equiparación con el machismo (construyendo el malintencionado calificativo “feminazi”), a su rechazo global por ser sus defensoras gordas, feas, amargadas, histéricas, o cualquier otra barbaridad que se les ocurra.
Me cuenta mi amiga un caso: en una fiesta, un chico un poco curado se acuesta en una cama, minutos después entra una chica, y también algo afectada por el alcohol, se echa en la misma cama sin advertir la presencia del chico. Para evitar malentendidos, el chico se levanta, a lo que ella, al darse cuenta, le dice que no hace falta que se vaya, accediendo y tumbándose de nuevo junto a ella. Minutos después, el chico “le agarra una pechuga”, ella se molesta, y lo denuncia por abuso sexual. “Es obvio que si los dos están curados y ella le dice que se tumbe de nuevo, es que quiere algo, o al menos es comprensible que el otro haya malinterpretado”.
Hace poco leí un inteligente artículo que ponía en cuestión el tipo de consentimiento necesario para las relaciones sexuales. La idea era más o menos la siguiente: vamos a convertir el sexo en algo casi contractual, lo que puede ser terrible para nuestras relaciones. Y estoy completamente de acuerdo: la explosión de los movimientos feministas que se están dando en Chile, España y otros países, está cambiando nuestra forma de relacionarnos, y no solo en el plano sexual. Está cambiando la frontera entre lo aceptable y lo no aceptable, entre lo radical y lo normal. De lo que no estoy tan seguro es que sea malo.
Desde luego, preguntar si puedo “agarrar una pechuga” puede quitarle gracia y pasión a muchos momentos. Pero a lo mejor el precio no es tan alto como pudiera parecer: ¿mejor preguntar o que te agarren una pechuga? Si los varones heterosexuales quieren hacer el experimento, que prueben a pensar que un chico probase a echarle mano a sus genitales sin preguntarle. Se trata sencillamente de un problema de distribución del riesgo: ¿preferimos que la relación sexual no sea tan espontánea y llegue incluso a frustrarse, o que te toquen sin ser deseado?
Pero ese mismo esquema vale también para entender los recientes escándalos judiciales en varios países del mundo por sentencias sobre violaciones y abusos sexuales. Desde una óptica garantista del derecho – que se ha extendido, desde el derecho penal, injustificadamente también a otras áreas – el punto es claro: presunción de inocencia y máximas garantías para los acusados de este tipo de actos. Pero el problema ya ha sido señalado: desde este punto de vista, es muy difícil condenar a alguien por violación porque el principal elemento para condenar es el testimonio de la víctima, considerado normalmente insuficiente.
Sin embargo, esta forma de plantear la cuestión ya no parece suficiente: no basta con atrincherarse en la defensa de los valores del liberalismo penal, y tal vez sea buen momento de volver a discutirlos. El problema creo que puede ser abordado desde otro punto de vista, sin que los defensores del garantismo penal tengan por qué poner el grito en el cielo, entrando en una discusión racional: ¿preferimos que no haya ni un solo falso positivo o que no hayan tantos falsos negativos? Y, cualquiera que sea la respuesta, ¿por qué?
Muchos dirán que la presunción de inocencia debe primar por encima de todo, y yo estaría de acuerdo si las mujeres – ese grupo que constituye poco más de la mitad de la población mundial – no hubiesen estado tradicionalmente discriminadas y sometidas. Lo que nos toca es volver a pensar la presunción de inocencia, y otras cuantas instituciones, porque lo que ya no parece razonable es que las mujeres sean sistemáticamente tratadas de mentirosas, alharacas o imprudentes cuando denuncian delitos sexuales. Esto no es una llamada al populismo ni al terror penal, sino a la reflexión y el debate acerca de si nuestros valores y categorías han de ser revisadas para hacer frente a un problema que a estas alturas parece innegable.
El límite entre lo aceptable y lo no aceptable en las relaciones sexuales no es lo único que está cambiando. Hace poco una asamblea de estudiantes decidió bajar un paro universitario que había sido planteado por demandas feministas. La respuesta de un grupo de mujeres fue contundente: tras la votación favorable a la finalización del paro, se tomaron la facultad. Esta forma de actuar parecería atentar claramente contra el más mínimo sentido de la democracia: revertir unilateralmente una decisión de la mayoría. De nuevo, otra exageración de las feministas. Salvo, claro está, que se considere que el cuerpo democrático no es ya el de “los y las estudiantes”, sino el de “las estudiantes”, constituidas en un sujeto político nuevo y autónomo. La toma ya no es solo contra una entidad abstracta llamada “patriarcado”, sino contra aquellas prácticas de docentes, administrativos y estudiantes que las minusvaloran, humillan o invisibilizan en sus vidas diarias en la comunidad universitaria.
Razón no les falta para querer crear un “nosotras”. No ha habido en la historia movimiento político o social que no haya traicionado la lucha de los derechos de las mujeres: socialistas, culturalistas, anarquistas, etc., (por no hablar de los de derechas) han siempre priorizado otras luchas a aquellas de las mujeres, prometiéndoles que cuando llegue el cambio, ahí surgirá la verdadera igualdad. Pero mientras tanto, toca esperar, apoyar la causa común, y no ser egoístas. Normal que hayan aprendido de sus abuelas y se hayan cansado.
Lo que están reclamando las mujeres, entre otras muchas cosas, es que dejen de ser invisibles (que existan informáticas, abogadas, arquitectas, etc.) porque se han dado cuenta de que el mundo no fue pensado para ellas. Demandan no ser reducidas a su aspecto físico si les apetece ponerse una minifalda porque – ¡sorpresa! – no se la están poniendo para provocar sino porque les gusta. Y exigen, finalmente, que nadie confunda la cortesía o la amistad con el consentimiento sexual.
Profesor de Sistema Jurídico - UACh
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