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El mechoneo no es un rito de bienvenida sino una práctica contraria a los derechos de las personas

Hace algunos días, de camino a una de mis clases, me tocó presenciar los siguientes hechos: Un grupo reducido de estudiantes (unos cinco) conducían a otro grupo más numeroso desde el sector donde está situada la DAE hacia el sector de Biblioteca. Este último grupo de estudiantes conformaban una fila india, se encontraban atados unos con otros, y avanzaban lentamente, doblando las rodillas y encorvando el tronco, como si se trata de una genuflexión. Sus ropas se encontraban rasgadas o manchadas y muchos de ellos estaban cubiertos por algún tipo de pintura, en la cara y el cabello. Mientras estos avanzaban, los estudiantes que guiaban la fila, les rociaban un líquido en sus cabezas y ropas, y verbalizaban consignas de mando o de castigo que aludían a la condición de “mechones” de los primeros. Pregunté a una de las estudiantes que se encontraba en la referida fila, a qué carrera pertenecía y me informó que se trataba de estudiantes de veterinaria.

 

Estoy segura que no soy la única que ha observado episodios parecidos, durante este primer mes de clases y también en años precedentes, que involucran a estudiantes de varias otras carreras de la UACH. Sin embargo, dado que el Reglamento que establece un procedimiento de acompañamiento, investigación y sanción en casos de Acoso, Violencia y Discriminación ha entrado recientemente en vigencia y recoge figuras que bien podrían aplicarse a estos hechos, me parece útil reflexionar sobre el particular.

 

Según el reglamento antes citado, la violencia discriminatoria consiste en cualquier acción o conducta que atente contra la vida, la integridad física o la libertad sexual de una persona y que evidencie que ha sido realizada tomando en consideración alguna condición que genere desventaja, incluyendo las mencionadas en el propio Reglamento, en la ley Nº 20.609 (o ley Zamudio) y en los tratados internacionales. A partir de esa definición, y de las otras disposiciones que regulan las demás conductas abordadas por este texto normativo, puede deducirse que la violencia discriminatoria es una conducta que se perpetra a través de una actividad que presupone algún grado de coacción, a diferencia de la discriminación que admite formas comisivas no violentas. En consecuencia, para que se configure una violencia discriminatoria se requiere que concurran tres elementos: a) que la comisión implique violencia, b) que se haya lesionado la vida, la integridad física o la libertad sexual y c) que se haya realizado la acción sirviéndose o valiéndose de la condición de desventaja de una persona.

 

Los hechos que he descrito antes reúnen claramente tales elementos. Se trata, en primer lugar, de acciones que involucran el uso de fuerza física (expresadas en rasgaduras de ropas o daño a las vestimentas, vertido de líquidos) o de intimidaciones verbales (uso de consignas de mando o de desprecio o menoscabo proferidas respecto de los “mechones”). Sin embargo, dada la normalización de tales conductas parece necesario explicar por qué considero violento algo que buena parte de los/las estudiantes, académicos/as y funcionarios/as parecen considerar simplemente una bienvenida.

 

Para observar la violencia inscrita en esta práctica parece útil advertir que si los mismos hechos se produjeran fuera del contexto universitario serían claramente constitutivos de una falta o, inclusive, de un delito (por ejemplo, lesiones o coacción). Esto sugiere que la violencia sobre las que se estructuran las prácticas del “mechoneo” resulta socialmente invisibilizada. En efecto, el “mechoneo es presentado como un simple rito de iniciación (o de bienvenida) cuyo contenido es positivo (de incorporación o membresía).

 

Creo, al contrario, que dicha práctica vehicula simbólicamente algo diametralmente distinto. La descripción de los hechos que realicé más arriba (por lo demás, ampliamente repetidos por décadas, al interior de muchas universidades chilenas y extranjeras) refleja que se trata, en cambio, de una práctica que presupone la subordinación del estudiante novato a las órdenes del estudiante veterano, y que este último asume que, por el solo hecho haber permanecido, al menos un año, en una universidad, ha arribado a una posición de mando o superioridad al interior del estamento estudiantil. Las vestiduras rasgadas, la “obligación” de mendigar en las calles o de marchar en fila india simulando una reverencia y sometiéndose a las órdenes de otros, son ilustrativas de que el “mechoneo” tiene un propósito bastante menos presentable que dar la bienvenida a los nuevos estudiantes. Su propósito es humillar a los estudiantes novatos para la diversión de los estudiantes veteranos. No se trata, en consecuencia, de un rito de pares o de iguales, sino de un rito que busca crear un dispositivo jerárquico de dominación.

 

Como demuestra la larga lista de estudiantes lesionados en esta y otras universidades; y la lista menos conocida (aunque probablemente más larga) de estudiantes que guardan el recuerdo de una desagradable experiencia universitaria, el carácter lesivo de tales conductas es algo que está lejos de ser excepcional. El hecho de que tales prácticas ocurran bajo la mirada pasiva de la comunidad universitaria; y la circunstancia de que un grupo más o menos amplio de estudiantes de primer año aseguren consentir en ser sometidos a las referidas vejaciones no transforma simbólicamente esta práctica en un rito inocuo o positivo de iniciación; de la misma manera que no deja de ser violencia de género una agresión propinada por varones a mujeres en contextos familiares, por mucho que nadie ose intervenir para evitarlas o que las víctimas nos aseguren luego que estuvieron de acuerdo en recibir tales maltratos o que, en realidad, ni siquiera estos ocurrieron (como ocurre habitualmente entre las mujeres maltratadas)

 

Antes bien, precisamente debido a que tal rito se estructura sobre un ejercicio coactivo y tiene una significación social de humillación, y habida consideración de que dicha violencia, tanto material como simbólica, no resulta contrarrestada eficazmente por el resto de los actores de la comunidad universitaria (que se conforman, en general, con una tibia invitación a los “mechoneos en buena”), habría que preguntarse hasta qué punto los/las estudiantes de primer año tienen una real libertad para no consentir en participar gustosamente del “mechoneo”.  Las imágenes que nos ofreció la televisión este año y que mostraban la virulencia verbal que sufrió un estudiante de la Universidad de Concepción que se resistió, demuestran elocuentemente que la posibilidad de no consentir en “ser mechoneado” es inexistente, muy limitada o muy costosa socialmente. En otras palabras, asumir que los/las estudiantes de primer año que participan de esta práctica expresan una voluntad absolutamente libre, implica, por un lado, desconocer que el mencionado rito se vertebra materialmente a través de formas esencialmente coactivas y, por otro, sustraerlo enteramente de su significación social.

 

Por último, cabe mencionar que la descripción de la violencia discriminatoria que hace el Reglamento contra la AVD contempla factores o situaciones de desventaja que no son taxativas, sino que están mencionadas solo por vía ejemplar. En este caso, la situación de desventaja inicial se produce, precisamente, por el hecho de ser estudiante novato o de primer año y puede combinarse con otros factores que profundizan la vulnerabilidad, tales como el sexo, el menor capital social, la juventud, el origen geográfico etc.

 

Como reflexión final, me gustaría llamar la atención sobre la contradicción entre un discurso y una movilización social estudiantil que promueve la inclusión, el respeto por los derechos y la valoración de las diferencias al interior de las comunidades universitarias y una práctica que – consciente o inconscientemente– reproduce esquemas de maltrato y dominación al interior de las universidades. Cuando Hannah Arendt acuñó la idea de la banalidad del mal a propósito del caso Eichmann, no solo nos legó una forma de comprender cómo ocurren las horribles violaciones a los derechos que dejó al descubierto el término de la Segunda, sino también nos alertó sobre los peligros de trivializar o normalizar los maltratos, las ofensas y, en general, los atentados a los derechos humanos.

 

Yanira Zúñiga Añazco                                                                                      

Profesora de Derechos Fundamentales  - UACh

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