Eufemismos con el aborto. Una respuesta a Hernán Corral
En una columna publicada recientemente (http://www.elmercurio.com/blogs/2016/09/22/45212/Eufemismos-con-el-aborto.aspx), el profesor de Derecho Civil de la Universidad de los Andes y columnista habitual de El Mercurio, Hernán Corral, sostiene que el proyecto de aborto contiene tres eufemismos que impiden una deliberación pública genuina sobre la autonomía de la madre y la vida del nasciturus. Estos eufemismos serían: el proyecto no despenaliza, su objetivo no es permitir la interrupción del embarazo, ni puede ser circunscrito a tres causales.
Coincido con el profesor Corral en la necesidad de que la deliberación pública sobre estas y otras materias sea reflexiva y sincera, pero creo que su descripción de la justificación, finalidad y alcance del mencionado proyecto es incorrecta y tendenciosa.
Corral afirma que el proyecto de despenalización de la interrupción voluntaria del embarazo en tres causales (o proyecto de aborto) no despenaliza sino que legaliza el aborto en tres causales (peligro para la vida de la madre, inviabilidad fetal y violación) porque no solo busca eliminar la sanción penal en estos casos sino que convierte la interrupción del embarazo en una prestación de salud a la que toda mujer debería tener acceso. Cuesta ver por qué esto sería, en sí mismo, insidioso; como desliza Corral en su columna. En efecto, el embarazo es un proceso fisiológico, que está transversalmente medicalizado, y, en consecuencia, lo normal es que cualquier intervención ligada a un embarazo (incluyendo su interrupción autorizada) se haga en condiciones de seguridad sanitaria para la gestante. Por otra parte, las embarazadas tienen derecho a la salud, igual que el resto de las personas, y ese derecho no está formalmente condicionado a que estas decidan o no llevar a término una gestación.
Con todo, Corral sugiere que dicho diseño normativo sería, en contraste, demostrativo de una anomalía: la despenalización, para ser tal, exigiría que las mujeres que abortaran bajo los supuestos que regula el proyecto debieran quedar entregadas a su propia suerte. Examinemos esta propuesta de análisis. De seguirla, la ley debiera establecer una diferencia de trato entre mujeres gestantes según si deciden o no interrumpir sus embarazos, cuya razonabilidad habría que justificar. Sin embargo, Corral (y otros tantos que han enarbolado un reproche a este respecto) han omitido ofrecer alguna razón para explicar en qué podría fundarse dicha diferenciación, como si el asunto fuera tan evidente que no mereciera la pena detenerse en él. Y, ciertamente, tal razonamiento puede considerarse evidente pero solo si se le engarza dentro de una estructura simbólica patriarcal, en donde adquiere sentido. El patriarcado ha desarrollado históricamente una verdadera política sexual, instrumentada a través de normas jurídicas y también por medio de representaciones arquetípicas, destinadas a disciplinar la sexualidad y la reproducción femeninas. En este último registro, la madresposa[1] ha encarnado tradicionalmente la virtud femenina y, la puta, de manera correlativa, ha sido el epítome del erotismo y de la subversión. Estas dos representaciones se replican también en la religión. Así, la virgen María personifica la procreación sin sexo y la figura de Eva es la versión mítica de lo femenino como origen del pecado y el sufrimiento. Situados dentro de este entramado simbólico (patriarcal con asiento religioso), es fácil comprender por qué Corral asume ex ante que no es legítimo otorgarle la misma protección a aquella mujer cuya sexualidad (es irrelevante si la ejerció voluntaria o forzadamente) no desemboca en una gestación completa en relación con aquella otra que ha decidido ser madre, incluso enfrentando circunstancias trágicas. Bajo esta óptica, la primera merece ser honrada mientras que la segunda debe ser castigada; y ese castigo no solo involucra la imposición de una pena sino que excluye toda otra forma de legitimación de su conducta desviada. Por consiguiente, la posibilidad de garantizar el acceso a prestaciones de salud para esas gestantes debe ser rechazada porque esto implica además de la institucionalización del aborto en esas tres causales, la legitimación de la mala maternidad/feminidad.
Corral también sostiene que al hablar de interrupción del embarazo, en lugar de utilizar la expresión aborto, se quiere enmascarar que tal intervención no busca anticipar el parto sino destruir cruelmente al feto; y sería demostrativo de lo anterior que el proyecto no prohíbe el partial birth abortion o aborto por nacimiento parcial (esta última denominación se aplica a una técnica de interrupción que podría utilizarse en los casos en que el embarazo estuviera muy avanzado).
Desde el punto de vista estrictamente terminológico, la objeción que plantea Corral no parece robusta. Hay, desde luego, otras razones que pueden aconsejar el uso de la expresión interrupción voluntaria del embarazo, en lugar de aborto, y que no tienen la orientación tramposa que le atribuye el columnista. Por ejemplo, dicha etiqueta permite distinguir, de entrada, entre un aborto no consentido y uno que sí lo es. Además, permite poner de relieve que las mujeres tenemos autonomía para tomar decisiones sobre nuestra vida, integridad física y psíquica, salud etc., estemos o no embarazadas; y que ni el Estado ni otros sujetos pueden tomar, por nosotras, decisiones concernientes a nuestros derechos. Por lo mismo, invocar la autonomía para justificar un modelo de indicaciones o permisos —cuestión que levanta la sospecha del columnista— no tiene nada de exótico u oblicuo. No solo está en juego la autonomía cuando la gestante opta por no llevar a término un embarazo que nunca deseó sino también cuando habiendo tomado la decisión de procrear sobrevienen ciertas circunstancias que hacen de ese embarazo una tragedia (el peligro para la vida de la gestante o un feto inviable) y, con mayor razón, cuando la mujer ni siquiera consintió en la relación sexual que originó la gestación (como ocurre en el caso de la violación).
Una segunda cuestión que parece querer plantear Corral al referirse a la falta de regulación del aborto por nacimiento parcial es la necesidad de proteger la denominada dignidad humana. Creo que vale la pena detenerse en este argumento y testear su valor jurídico porque ha sido recurrentemente esgrimido en el debate sobre el aborto, tanto en Chile como en el derecho comparado. Desde el punto de vista jurídico, la invocación de la dignidad humana es, como es sabido, parte inherente del discurso de los derechos; y habitualmente resulta vinculada a la fundamentación de los mismos. Dicho uso puede considerarse, en principio, no problemático. Pero el significado de la dignidad humana se vuelve extraordinariamente vago y su valor jurídico se torna discutible, en el marco de las discusiones sobre el aborto. En estas últimas, la remisión al valor/principio de la dignidad humana algunas veces parece querer decir que toda vida humana vale lo mismo, asunción que, de ser universalizada radicalmente, pondría en jaque el modelo de ponderación o balanceo de derechos porque nos dejaría sin solución frente a un grupo importante de conflictos. En efecto, ¿cómo resolveríamos, entonces, los ataques a nuestras vidas provenientes de terceros o los casos en que la preferencia de la vida de alguien más implica el riesgo de la vida propia (como en un naufragio u otra catástrofe); o la procedencia o no de la exigibilidad de sacrificios supererogatorios para mantener la vida o la salud de otro? Otras veces, la dignidad es entendida como una desviación del fin natural de la sexualidad humana: la procreación. Esta segunda acepción, de origen religioso, ha estado también muy presente en el debate chileno sobre el aborto. Como ya se habrá advertido, este último significado entra conflicto con otra versión de la dignidad: aquella que identifica la dignidad humana con la prohibición de instrumentalización de todos los sujetos, con independencia de la diferencia sexual, es decir, que combina un modelo de autonomía con las exigencias derivadas del principio de igualdad. Esta última versión de la dignidad humana, en contraste, predomina en los análisis feministas sobre el aborto. En resumen, los distintos usos de la idea de dignidad humana en el lenguaje jurídico hacen de esta un valor/principio equívoco y eminentemente problemático; porque sus distintos sentidos pueden entrar en colisión entre sí y son susceptibles de ser (re)significados por posturas opuestas. Desde un punto de vista feminista —vale la pena insistir sobre ello — la dignidad humana ha servido más para desconocer los derechos de las mujeres que para sedimentarlos. De ahí que los órganos internacionales (Cortes y Comités) han empezado a reconocer que las mujeres tenemos derecho a acceder a la interrupción voluntaria del embarazo con razonamientos más centrados en la autonomía procreativa, la igualdad y protección de la salud; que con eje en la dignidad humana.
Por último, Corral argumenta que las tres causales que regula el proyecto configurarían una caja de pandora encubierta porque serían ampliamente sobrepasadas por los hechos. Este es un intento, con pocos visos de originalidad, de replantear un argumento viejo: que el proyecto de indicaciones sería, en la práctica, la puerta de entrada a un sistema de aborto libre. Pero construir un argumento contra el proyecto de aborto fundado en su propia letra, obliga a ser fiel con las orientaciones de su tramitación parlamentaria. Y en este contexto, el argumento es, por decir lo menos, sorprendente. En efecto, la tramitación del proyecto de aborto no ha tenido vocación expansiva sino todo lo contrario: el proyecto se ha enfocado, de manera recalcitrante, en limitar el derecho de las mujeres a gobernar las condiciones en que viven la maternidad, precarizando el resguardo de sus derechos y creando efectos indirectos innecesarios. A guisa de ejemplo, en lo referente a la causal terapéutica, se eliminó la frase “presente o futuro” que se intercalaba en la regla que habilita la interrupción del embarazo en caso de riesgo para la vida de la madre. Aparentemente, esta eliminación busca excluir la posibilidad de interrumpir un embarazo en caso de peligro futuro para la vida de la madre, por ejemplo, ante una cardiopatía previamente diagnosticada. Por otra parte, se rebajó el umbral temporal para la interrupción del embarazo resultado de violación, de 18 semanas a 12 semanas, en el caso de menores de 14 años. Esto reduce, a su turno, la posibilidad de que las principales afectadas por violaciones puedan abortar debido a que el diagnóstico de embarazo en la población infanto-juvenil es habitualmente tardío, es decir, suele sobrepasar con creces la semana 12. Por último, se incluyó un régimen de “acompañamiento” cuyo efecto es rigidizar (y eventualmente disuadir) la decisión de abortar.
En el orden de los efectos indirectos resultantes del proyecto, creo importante poner de relieve que la posibilidad del partial birth abortion, que tanto preocupa al profesor Corral, podría derivarse precisamente de esta orientación hacia la retracción de las causales. En efecto, al no contemplar el texto actual en tramitación — como sí lo hacía el texto original del proyecto— la posibilidad de interrumpir tempranamente un embarazo ante riesgo futuro para la vida de la madre, pareciera ser que la solución prevista por el legislador sería la interrupción tardía del embarazo (solo cuando se materialice el riesgo); a menos que se interprete que la redacción de la causal terapéutica del proyecto nos remite, pese al cambio terminológico, a la misma hipótesis actual; esto es, a la posibilidad de interrumpir el embarazo solo cuando haya compromiso de funciones vitales de la madre. Finalmente, la plausibilidad de esta última interpretación revela con nitidez que el proyecto, en su estado actual, está muy lejos de ser una iniciativa que linde con un sistema de aborto-autonomía, como sostiene Hernán Corral.
[1] La expresión es de la antropóloga mexicana Marcela Lagarde.
Profesora de Derechos Fundamentales - UACh
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