Protestas estudiantiles: Responsabilidad civil de los padres… y buena educación
Mejor educación y otras (legítimas) demandas ciudadanas; manifestaciones y derecho a reunión; alteración del orden público; lesiones a manifestantes y a carabineros; destrozos graves en el mobiliario urbano; daños a iglesias y colegios, y a los muebles que los guarnecen…
Frente a estos recientes sucesos, dos columnas particularmente lúcidas abordan, por una parte, el descontento del movimiento estudiantil y, por la otra, el riesgo de trivialización de las manifestaciones, particularmente cuando la respuesta es la inercia. Pero especialmente, frente a los daños y desórdenes, la última pregunta que ha surgido en la opinión pública es: ¿Son los padres responsables por los daños causados por sus hijos en el marco de una protesta estudiantil?
La pregunta es planteada de esta manera en entrevistas o debates públicos. Su formulación es vaga e incompleta, y las respuestas muchas veces dispersas o poco claras, contribuyendo a oscurecer el debate y muchas veces optando por la solución más sencilla, diciéndose que si el hijo rompe, el papá o la mamá paga. Me propongo hacer algunas precisiones a la luz del estado actual del derecho vigente, especialmente de las reglas civiles.
Para empezar, pueden entrar aquí en juego al menos dos tipos de responsabilidad: en primer lugar, la penal, por el delito de daños; las faltas de desórdenes públicos y en fin, por las lesiones o el maltrato de obra a carabineros. En segundo lugar, la civil: los daños causados deben ser reparados a través de una indemnización que, lo más frecuentemente, significa pagar una suma de dinero.
Descartemos desde ya la responsabilidad penal. Esta siempre es personal, por lo que un padre o madre no será responsable de los delitos o faltas por los que pueda ser condenado su hijo o hija; todo ello según la edad del hijo y de acuerdo a los diferentes regímenes de responsabilidad penal. Esto no obsta al caso (convengamos, altamente improbable y hasta ahora no visto) en que el padre o madre actúe, por ejemplo, conjuntamente con su hijo mayor de edad (como coautor o cómplice) o encubra su actividad delictiva.
¿Cómo opera esta responsabilidad en materia civil? Quienes son frecuentemente consultados por la prensa han llamado la atención, casi como un acto reflejo, sobre los artículos 2320 y 2321 del Código Civil. Pero el razonamiento completo implica tomar un camino más largo.
A diferencia de los delitos, donde la responsabilidad comienza a los 14 años, en derecho civil hay tres etapas, según el artículo 2319 del código civil: el menor de 7 años no es responsable legalmente; el menor entre los 7 y los 16 años será responsable si el juez declara que el menor obró con discernimiento (esto es, representándose que su actuar podía causar daños); después de los 16 años, siempre es responsable (todo esto, sin perjuicio de la demencia como causal general que excluye la responsabilidad)
Por lo tanto, tratándose de los estudiantes que participan en marchas o tomas y que causan destrozos, la primera pregunta a responder es la edad del hechor: si es menor de 16 años y es declarado sin discernimiento, el menor no es responsable al considerársele incapaz; si es declarado con discernimiento, o si es mayor de 16 años, lo será.
Pero en derecho civil, quien dice responsabilidad dice indemnización. Un menor de edad rara vez dispone de bienes suficientes para pagar una indemnización de perjuicios. Entonces, ¿quién responde? Aquí hay dos consideraciones: una de culpabilidad o moral, y una patrimonial. La primera consideración indica que, teniendo como trasfondo el rol que a los padres compete (la realización del interés superior del hijo, dice el artículo 222 del código civil), podemos decir que los padres deben vigilar y educar a sus hijos. Vigilando, los padres podrían haber fallado, al no haber evitado el hecho. Educando (obligación que compete a los padres, según el artículo 236 del código civil, teniendo también la facultad -mas no el deber- de corregirlos según el artículo 234 del código civil), los padres podrían haber fallado dejándolos internalizar malas conductas, cuando no derechamente inculcándolas. La segunda consideración reposa sobre un hecho estadístico: los padres suelen tener más bienes que sus hijos -amén de capacidad productiva económica y de crédito-, por lo que el Derecho puede echar mano a este patrimonio para asegurar la reparación de la víctima.
Ambas consideraciones, combinadas, dan base al legislador para incorporar las reglas de los artículos 2319, 2320 y 2321 (cuyo texto no ha variado desde 1855). Según ellas, los padres son responsables civilmente sobre la base dos hipótesis distintas:
1. Un régimen general, por los artículos 2319 y 2320 del código civil, en que se presume la culpa del padre o madre (o ambos) en cuya casa vive el menor. Hay que distinguir dos situaciones:
- Si el menor es incapaz (no parecen haber menores de 7 años involucrados, así que serán los que tengan entre 7 y 16 años, declarados sin discernimiento) responden los padres (o aquél de ellos que tenga el cuidado personal) “si pudiere imputárseles negligencia”, como exige el artículo 2319. Esto implica que la responsabilidad es por el propio hecho de los padres: los castigamos por el descuido cometido por ellos -esto es, la falta de vigilancia de los menores-. Sin embargo, la posible aplicación de esta regla al caso en comento será rara, pues malamente podrá imputárseles negligencia a los padres, ya que no podrán evitar los daños causados por sus hijos en la marcha y/o toma, en la medida en que no se encuentran en ese momento bajo su control. Además, el peso de la prueba recae en este caso sobre la víctima (el fisco o municipalidad respectiva, o el colegio), quien deberá demostrar que los padres no cumplieron con su deber de vigilancia.
- Si, por el contrario, el menor es capaz (entre 7 y 16 años, con discernimiento, y en todo caso entre 16 y 18 años), nos encontramos ante el artículo 2320: se presume la culpa del padre o madre por las consecuencias dañosas de los hechos de los hijos. Sin embargo, la responsabilidad no es “automática”, ya que se trata de una presunción simplemente legal de culpa, la que los padres podrán desvirtuar por prueba en contrario: demostrando que con la autoridad y el cuidado que su respectiva calidad (de padres) le confiere y prescribe, no hubieren podido impedir el hecho. El asunto se complica cuando se trata de determinar el límite de esa autoridad y cuidado, por un lado, y la posibilidad de evitar el hecho, por el otro. En cuanto al límite de la autoridad y cuidado, la doctrina acepta que el límite está puesto, por ejemplo, cuando los hijos están precisamente… en el colegio. Por el mismo artículo 2320, esta vez por su inciso 4º, que establece la responsabilidad de los jefes de colegios y escuelas mientras los alumnos están bajo su cuidado… pero si el colegio está tomado, los menores no están a cargo de los directores, al estar éstos imposibilitados de entrar. En cuanto a la posibilidad de evitar el hecho, la doctrina ha dicho también que debe demostrarse una verdadera imposibilidad de evitar el daño, y que no basta con la prueba de la desobediencia del hijo a la orden impartida por el padre o madre, sino que el padre o madre debe cerciorarse que la orden se cumpla. Convengamos que el poder de los padres en ese sentido es mucho más limitado que antaño: en 1855, los hijos estaban debían respeto y obediencia a sus padres, pero estaban “especialmente sometidos a su padre”, quien podía “castigar moderadamente a sus hijos” lo que se traducía en que éste podía incluso solicitar al juez su detención hasta por un mes, sin expresión de causa y, calificando los motivos y si el hijo era mayor de 16 años, hasta por seis meses. De más está decir que esa posibilidad hoy no existe: los padres solo pueden corregir (y no castigar) a sus hijos, cuidando no menoscabar su salud y su desarrollo personal, excluyendo toda forma de maltrato. En todo caso, resulta difícil aceptar que por el solo hecho del daño queda de manifiesto la falta de cuidado de los padres. Hacerlo implicaría exigirles apersonarse en el colegio respectivo para ejercer allí la facultad de corregir a sus hijos. Fijar este criterio será tarea de la jurisprudencia, dado que las sentencias existentes dicen relación con casos análogos más no idénticos, y mucho más sencillos: como el del hijo menor que toma el automóvil del padre o madre sin su autorización y causa un accidente: hubiera bastado en ese caso con guardar celosamente las llaves del auto y/o guardar el auto bajo llave y, en todo caso, poner el freno de mano.
2. Un régimen específico, el del art. 2321 del código civil. Independientemente de la capacidad del menor, bastando que no haya cumplido 18 años, los padres son siempre responsables cuando los hechos que causan daño “conocidamente provengan de mala educación, o de los hábitos viciosos que les han dejado adquirir” Esto, aparentemente, hace más fácil configurar la responsabilidad de los padres. En efecto, a diferencia del caso anterior, ellos no podrán exonerarse demostrando que no han podido impedir el hecho.
Sin embargo, esta tarea tampoco es fácil, pues la regla exige que, además de probar que el daño se produjo por el hecho de uno o varios menores determinados, que han recibido una mala educación y que de allí derivan los hábitos viciosos (como por ejemplo, si se enseña e incentiva a un niño a lanzar piedras desde una pasarela a los automóviles que transitan por la autopista que pasa debajo -pero insisto, eso debe probarse-). La prueba abarcará necesariamente un espacio de tiempo amplio, dirá relación con las relaciones entre los padres y el hijo (la prueba testimonial y la pericial serán imprescindibles) y, aunque no necesariamente, debiera reflejarse en un historial de mala conducta: la mala educación genera malos hábitos que, como tales, se extienden en el tiempo. A no ser que, como lo planteó en su momento el Decano Alessandri, se juzgue con que basta con la sola acción dañosa por la que se juzga al menor para estimar que ese fracaso educativo de los padres se produjo, lo que parece a todas luces excesivo: se presumiría siempre la responsabilidad de los padres, haciendo inútil –por sobreabundante– la regla del art. 2320. En vez de eso, y en adición a lo anterior, razonar sobre la base de la mayor o menor gravedad del daño, o sobre el actuar doloso o culpable (y en este caso, los daños son graves y el actuar claramente doloso), podrá ser útil.
Como puede verse, la configuración de la responsabilidad civil de los padres es posible, pero requiere de una serie de elementos probatorios. No faltarán quienes, sabiéndose de una sentencia condenatoria de los padres, dirán que nuestra legislación o nuestros jueces criminalizan los movimientos sociales; o sabiéndose de una sentencia absolutoria de los padres, dirán que nuestras leyes son incompletas o imperfectas y que se debe legislar draconianamente y a la brevedad. Lo razonable, como en muchas ocasiones, suele encontrarse en algún punto intermedio. Pero lo que es indudable es la necesidad de cambiar el énfasis, de la represión, a la prevención. Porque arrasar deliberadamente con un colegio (y menos cuando es en el contexto de demandas por una mejor educación), genera un daño muchas veces irreparable, y no es susceptible de la menor indulgencia.
Sebastián Ríos Labbé
Profesor del Instituto de Derecho Privado y Ciencias del Derecho
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