Protección de las mujeres e individualismo. Una réplica a Daniel Mansuy
En una columna publicada en el Mostrador (http://www.elmostrador.cl/noticias/pais/2016/03/18/aborto-el-triunfo-del-individualismo/), Daniel Mansuy sostiene que la aprobación de las tres causales de aborto por parte de la Cámara de Diputados constituye un triunfo del individualismo (o de una perspectiva contractualista-liberal) y que ello implicaría, a su turno, una autocontradicción de la agenda ideológica de la Nueva Mayoría que buscaría, en contraste, (de acuerdo a lo que esta misma Coalición declara) enfrentar al paradigma liberal- individualista. Esto porque - según Mansuy- el principal argumento que se ha ofrecido para justificar la legitimidad del proyecto de despenalización del aborto en tres causales sería el siguiente: “la mujer es dueña de su cuerpo y de sus decisiones y, por tanto, resulta ilegítimo imponerle algún tipo de obligación vía legal en esta materia.”; y dicho argumento- según el columnista- sería eminentemente individualista porque se desentendería de que la maternidad es un fenómeno social y no de carácter individual (habrían -según él -no sólo dos sino tres sujetos implicados), y de que la sociabilidad humana impone deberes y obligaciones no reconducibles a la voluntad individual. Mansuy sostiene que al privilegiar la decisión de la mujer en el caso de las hipótesis que regula el referido proyecto por sobre la decisión de otros (sean esos otros el Estado, la sociedad o los progenitores varones de esos fetos) se produciría necesariamente un efecto de pendiente resbaladiza que implicaría, por extensión, una autolimitación de la capacidad de la Nueva Mayoría de criticar otras consecuencias menos amables de la lógica individualista.
Mansuy incurre en varios errores en la construcción de su argumentación que me interesa aclarar. Por un lado, toma sólo una de las varias razones que se han ofrecido para legitimar el proyecto (las mujeres son dueñas de su cuerpo), descarta las restantes (como, por ejemplo, las que se vinculan con la noción de igualdad o con la protección de otros derechos de las mujeres gestantes, a saber: la vida, la integridad psíquico-física, o el derecho a no ser sometido a tratos inhumanos o degradantes, o a no ser instrumentalizado ) e interpreta el contenido del argumento que ha seleccionado de una manera, a lo menos, curiosa, como explicaré enseguida. Adicionalmente, su razonamiento parte de la asunción de que no es posible adoptar una posición crítica del individualismo (es decir, que reconozca la importancia de la dimensión social en la construcción y aplicación de los derechos humanos) y reivindicar, al mismo tiempo, la prevalencia de la decisión individual. Y, por último, postula que la posición moral que las personas (en este caso, los diputados) adopten sobre el aborto (o sobre otras cuestiones relacionadas con el valor de la vida) es necesariamente rígida: o sea, para ser coherente con la defensa de la vida se debe rechazar toda forma de aborto.
Quiero demostrar que estas tres ideas son falaces.
La primera idea encubre un doble reduccionismo. El comentarista elige a su antojo una sola de las razones esgrimidas por quienes han defendido el proyecto de aborto en tres causales y le atribuye el carácter de soportar toda la justificación de la propuesta. Luego le asigna a esa razón un significado determinado (ser dueño del cuerpo sería equivalente a ser dueño de un auto) que excluye otros significados alternativos rastreables no sólo en la tradición liberal sino incluso en el lenguaje coloquial. En efecto, Mansuy interpreta la idea de que las mujeres (u otros sujetos) serían dueñas de sus propios cuerpos como expresiva de una suerte de propietarización del cuerpo (así, se pregunta en el texto, “¿cómo explicar después, por ejemplo, que las personas no son dueñas de su cuerpo como lo son de un auto o de una mesa?).
Convenientemente, Mansuy olvida que la frase “yo soy dueño de mi cuerpo”, así como la afirmación similar “yo soy dueño de mi vida”, expresan, habitualmente, la idea de que cada sujeto tiene una capacidad de autogobernarse, es decir, de decidir lo que ocurre en su propio cuerpo o en su propia vida. De manera que cuando las personas decimos que “somos dueñas de nuestros cuerpos” no queremos decir- como desliza Mansuy- que queramos vender nuestros órganos como si fueran las piezas de un automóvil o arrendarlos como las habitaciones de una casa. Lo que estamos diciendo- y efectivamente debido a la gran influencia de la tradición liberal individualista en las sociedades occidentales- es que sobre el cuerpo y sobre la mente cada individuo es soberano. En otras palabras, estamos afirmando que las decisiones que cada uno de nosotros tomamos sobre nuestros cuerpos y nuestras vidas deben ser preferidas a las decisiones que sobre nuestros cuerpos o nuestras vida pudieran eventualmente querer tomar otros sujetos. Contrariamente a lo que sostiene Mansuy, es en la versión interpretativa que él ofrece donde sí se produce una absurda pendiente resbaladiza. Recordemos que en su versión interpretativa, para ser verdaderamente crítico del individualismo habría que rechazar que el ser humano sea “dueño de su cuerpo” porque aceptar esto implicaría la protección de un interés egoísta. Un genuino crítico del individualismo debería, en cambio, favorecer los usos del cuerpo humano que pudieran dar origen a los mayores rendimientos sociales (o sea, favorecer la protección del intereses colectivos).
De ello resultaría, entonces, que el Estado podría extraerle los órganos a alguien que se alimentara preferentemente de la comida chatarra que vende la cadena McDonald’s (un reflejo mercantil de la globalización capitalista) para dárselos a un ecologista comprometido que sufre una enfermedad degenerativa, ya que este último le daría un mejor uso a esos órganos en la medida de que su alimentación se compone de productos orgánicos provenientes del comercio justo. Desde luego, la utilización del cuerpo por parte del ecologista produciría un mayor rendimiento social no sólo porque los órganos vitales estarían al servicio de alguien que los cuidaría más (el ecologista lleva una vida saludable a diferencia de quien se alimenta de comida chatarra) sino porque eso fomentaría, por extensión, un sistema (el comercio justo) crítico del modelo capitalista y perjudicaría, de otro lado, una compañía insignia de dicho modelo (McDonald’s). También habría que estar de acuerdo con que el Estado autorizara en el marco de una guerra- como se ha hecho recientemente en Sudán del Sur- a sus propios combatientes para violar a las mujeres como una forma adicional de “pagar” por los servicios militares prestados. En ese esquema, el rendimiento social podría ser entendido también como mejor desde un punto de vista colectivo: la guerra sería menos costosa para el Estado/sociedad (el ahorro sería útil, por ejemplo, para reconstruir las poblaciones devastadas por la guerra) y los combatientes tendrían mayores incentivos para luchar por los “intereses de la patria”.
Si seguimos la tesis de Mansuy resultaría, entonces, que cualquier crítico del pensamiento individualista, para evitar autocontradecirse, tendría que asumir que lo lógico y lo moralmente aceptable sería que los sujetos no pudieran decidir como “usar” sus cuerpos porque esto sería una manifestación de “una propietarización” e implicaría, de suyo, convalidar la “lógica individualista” que se busca combatir. Y, en contrapartida, existiendo un mayor rendimiento social sería el Estado quién debiera decidir qué uso se le debe dar a los cuerpos de las personas.
Pero, como resultará evidente para el lector, las consecuencias morales que se siguen de la tesis de Mansuy solo podrían ser aceptables para los defensores de pensamientos totalitarios. Y esto es así porque la defensa de los derechos humanos no se puede hacer completamente al margen de una noción de autonomía universalizable, es decir, aplicable a todos los sujetos y no sólo a algunos. Lo anterior no implica, por otra parte, que la noción de autonomía que nos ha legado el pensamiento liberal-individualista no sea susceptible de corregirse o mejorarse por quienes cultivamos una aproximación crítica respecto de esta última tradición.
Sobre este punto Daniel Mansuy comete otros tantos errores. Yerra al atribuirle al pensamiento liberal-individualista un excesivo protagonismo en el debate sobre el aborto. Un real conocedor de la historia jurídica de la regulación del aborto sabe que no es el pensamiento y el activismo de raigambre liberal el que ha promovido, de manera directa, la flexibilización de la punición del aborto. Dicho resultado es herencia primordialmente de la influencia del feminismo, en tanto movimiento social y propuesta teórica. Y, contrariamente a la antinomia que plantea Mansuy, el feminismo ha sido (y es) un pensamiento que ha reivindicado la autonomía desde una posición crítica de la tradición liberal- individualista. La tradición feminista y la filosofía Queer han demostrado sobradamente que es posible elaborar una versión alternativa a la versión liberal del cuerpo, que ponga de relieve la dimensión social de la corporalidad; es decir, que reconozca que el cuerpo de los individuos se localiza en lo social y no es una mera abstracción (como tiende a suponer el pensamiento liberal); y que las relaciones sociales son bastante más complejas que la pura interacción de individuos egoístas.
En efecto, para el feminismo la autonomía está relacionada, directa o indirectamente, con el cuerpo sexuado. La autonomía (o si se quiere la versión feminista del “derecho de las mujeres sobre su cuerpo”) ha permitido que cada vez más las sociedades reconozcan que las mujeres han sido relegadas a una categoría subalterna y que un verdadero compromiso con sus derechos exige que se les reconozca protecciones ante la violencia de género (por ejemplo, respecto del femicidio), la agresión o explotación sexual (por ejemplo, contra la prostitución forzada), la cosificación (es decir, que evite que seamos concebidas como cuerpos sexualizados en vez de sujetos) y ante la instrumentalización.
La reivindicación feminista del derecho a tomar decisiones en el plano procreativo, antes que invocar una libertad para desechar irracionalmente a fetos y así poder dar rienda suelta a una sexualidad desbocada y que reniega de toda responsabilidad (caricatura extraordinariamente difundida en el debate sobre el aborto) es un reclamo a favor de la emancipación femenina. En otros términos, persigue liberar a las mujeres de esa especie de servidumbre a la que históricamente hemos sido sometidas y que se traduce en la instrumentalización de nuestros cuerpos para servir a un fin social (la reproducción de la especie humana). Vale la pena precisar aquí que la valoración de la maternidad entre las mujeres es diversa, tanto porque para algunas mujeres no se trata de un proyecto de vida valioso (este porcentaje sigue siendo minoritario en nuestras sociedades) como primordialmente porque la maternidad no es concebida como un proyecto deseable bajo cualquier condición. Es decir, hay muchas mujeres que, aun valorando la maternidad, no desean embarazarse en cualquier momento de sus vidas, o deseando y buscando gestar no están dispuestas a llevar a término un embarazo en todos los eventos (como cuando el embarazo significa un riesgo para sus propias vidas o una gestación traumática porque el feto no vivirá); y hay otras que no habiendo consentido siquiera en someterse al riesgo de un embarazo (como la mujer -y particularmente la niña - que ha sido violada) consideran especialmente intolerable continuar con la gestación.
La versión feminista de la autonomía, aunque se exprese a través de una fórmula que evoca una suerte de derecho sobre el cuerpo, no equivale a una propietarización del cuerpo y no es, tampoco, una simple soberanía del cuerpo al estilo liberal. Es, por sobre todo, una llave para la igualdad. No hay que olvidar que, por un lado, el cuerpo de las mujeres ha estado (y está) sometido a muchos más controles sociales que el cuerpo masculino y, por otro, las sociedades han encadenado la reproducción al cuidado, identificando ambas como funciones eminentemente femeninas. De manera que la decisión de tener un hijo no es solo una decisión que repercute sobre los nueve meses de la gestación, es una decisión que atraviesa toda la vida de las mujeres y que explica, en buena medida, fenómenos de desigualdad tales como la brecha de remuneraciones entre varones y mujeres.
Lo que encubre la tesis que rechaza el aborto en todos los casoses justamente la existencia de todo este entramado de cuestiones sociales que están detrás del aborto. El expediente favorito para deformar la discusión moral sobre el aborto es reducirla a un simple problema relativo a la adhesión que los sujetos tienen respecto del valor de la vida, como lo hace Mansuy al reprocharle inconsecuencia a los diputados DC que votaron a favor del proyecto de aborto en tres causales. Quiero demostrar que esta forma de plantear la cuestión es también errónea. Para darse cuenta de ello basta realizar un simple ejercicio reflexivo. Es evidente que todos los sujetos tenemos, en general, un apego al valor de la vida. Pero lo anterior no significa que todos estemos de igual manera dispuestos a desplegar las mismas conductas para proteger la vida. La adhesión al valor de la vida se manifiesta en nuestras sociedades a través de ecuaciones variables de defensa de dicho valor: a veces la defensa de la vida expresa una simple autopreferencia individual que se presenta como universalizable (mi deseo de que se proteja mi vida requiere que yo le reconozca a otros el mismo derecho) y otras una mayor o menor solidaridad con la mantención de la vida ajena. Así, alguien puede autoproclamarse defensor de la vida y solo estar dispuesto a no matar a otra persona, es decir, no necesariamente sentirse obligado a darle de comer o a prestarle abrigo a un mendigo que se muere de hambre o frío. Muchos de los que vociferan contra el aborto no se sienten obligados tampoco a donarle el órgano de un pariente muerto a otras personas (aunque se trate de niños) que necesitan dicho órgano para vivir. Otros tantos de aquellos que defienden la vida no se consideran moralmente compelidos a poner en riesgo la propia vida para salvar a otros sujetos, por ejemplo, cediendo su lugar en uno de los pocos botes disponibles cuando se ha producido un naufragio o permitiendo que otra persona escape antes que ellos de un siniestro. Y, finalmente, muchos de aquellos que consideran que es muy legítimo matar a alguien para defenderse de un robo, no observan que tal idea contradiga, ni en un ápice, la aseveración (que incansablemente repiten) de que la vida es un valor supremo y absoluto.
Creo que todo lo anterior revela que las posiciones morales sobre la vida son muy variables en una sociedad y que, entonces, el sistema jurídico debe ser especialmente cuidadoso para imponer obligaciones a este respecto, que sean razonables y respetuosas de los derechos y convicciones morales de los diversos sujetos implicados. Presentar el debate sobre el aborto como un test sobre el compromiso con la vida es, por lo mismo, profundamente engañoso. Más que revelar una adhesión irrestricta al valor de la vida el rechazo al proyecto de aborto en tres causales trasunta un profundo desprecio por las mujeres y su dignidad. La posición que se niega a empatizar con la dolorosa situación de quien debe decidir si continuar o no con un embarazo deseado pero incompatible con la vida propia o respecto del cual no existen expectativas de sobrevida para el feto; o que ha sido resultado de un acto de violencia; así como su versión edulcorada que se empeña en reclamar un sistema de acompañamiento que está más preocupado de disciplinar a las mujeres que de apoyarlas en el difícil tránsito que atraviesan; son continentes del germen de propietarización que escandaliza a Mansuy. Es en esta línea de aproximación en la que el cuerpo de las mujeres es concebido como pura materialidad (un receptáculo o una incubadora) cuyo uso puede decidir discrecionalmente el Estado u otros sujetos. Es este discurso el que se esmera en justificar que el Estado debe apropiarse del cuerpo femenino de una manera similar a cuando aquel expropia un bien por razones de “utilidad pública”. Es aquí donde se tolera no sólo la reificación del cuerpo femenino sino la reificación de las propias mujeres.
Profesora de Derechos Fundamentales - UACh
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