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La resistencia a despenalizar el aborto o las claves del paradigma de control

La idea de que los individuos podemos tomar libremente decisiones sobre nuestra sexualidad y/o procreación, sin injerencia estatal, es muy reciente en la historia de los sistemas jurídicos. Esta idea ha dado origen a los llamados derechos sexuales y reproductivos (positivizados en normas internacionales hace no más de unas cuatro décadas), configurando un paradigma de autonomía que se opone al modelo de regulación estatal de carácter limitativo de la sexualidad y/o procreación -o modelo de control- que ha caracterizado buena parte de la historia jurídica, desde el siglo XVIII en adelante.

 

La Constitución chilena es un buen ejemplo de la influencia de este modelo de control. Como es sabido, en su texto no hay referencia alguna a la autonomía sexual y/o procreativa y sí se establece en él, en cambio, que el legislador debe proteger la vida del que está por nacer (art. 19 Nº 1 inc. 2º). Es decir, mientras la Constitución de 1980 elevó la vida intrauterina al carácter de bien constitucionalmente protegido (vale la pena insistir en esto: la Constitución no ha podido crear un derecho a la vida respecto del nasciturus porque este último carece del atributo básico de la personalidad), la autonomía moral y jurídica para adoptar decisiones sexuales y/o reproductivas de las personas no aparece, en contraste, formalmente reconocida ni garantizada en ninguna disposición del texto constitucional vigente. Desde luego, este diseño ha facilitado que la despenalización del aborto se haya transformado en un verdadero tabú para la sociedad chilena y que la regulación nacional de los derechos sexuales y reproductivos sea extraordinariamente precaria.

 

Con todo, el paradigma de autonomía ha empezado a permear el sistema chileno no sólo por vía de la integración normativa producida por las normas internacionales, sino también a través de unas tímidas pero significativas reformas legales que han ido garantizando espacios de autonomía sexual y procreativa para los individuos. Así, el reconocimiento de la violación marital como figura punible ( 1994), la farragosa admisión de la entrega de la píldora del día después y su regulación en la ley Nº 20.418 sobre información, orientación y prestaciones en materia de regulación de la fertilidad (2010), el reconocimiento de las uniones homosexuales a través del recién estrenado Acuerdo de Unión Civil (2015), y la inminente aprobación de la ley de identidad de género; son algunos ejemplos en este sentido. Desde luego, la discusión del actual proyecto de ley que despenaliza la interrupción del embarazo en tres causales se inscribe también en esta misma tendencia.

 

Sin embargo, las dificultades que este proyecto e iniciativas anteriores de despenalización parcial del aborto han enfrentado durante su tramitación, testimonian, de otro lado, que el paradigma de control en el caso chileno goza de muy buena salud, particularmente cuando sus destinatarias son mujeres. Conviene hacer notar que hasta el año 1989, la legislación chilena admitía expresamente la interrupción del embarazo en caso de peligro para la vida o salud de la madre; y todo ello bajo la vigencia de la Constitución de 1980. De suerte que, contrariamente a lo que ha ocurrido con los derechos de otros sujetos, la garantía de los diversos derechos de las mujeres que resultan implicados en la regulación del aborto (autonomía, vida, integridad psíquico-física, intimidad, igualdad, etc.) es peor, comparativamente hablando, durante el período democrático que durante toda la dictadura militar.

 

¿Qué explica esta paradoja? Como se ha encargado de develar el pensamiento feminista, la tendencia social a prohibir el aborto no es más que la punta del iceberg de una compleja agenda estatal de apropiación de la capacidad sexual y procreativa femenina sobre la que descansa todo el sistema de opresión de género. En otros términos, la instrumentalización del cuerpo femenino es la causa y a la vez el síntoma más elocuente de la manera en la que las sociedades han relegado a las mujeres a una categoría subalterna; transformándolas en simples vectores para el logro de fines de otros.  

 

En consecuencia, lo que está en juego en el debate actual sobre el proyecto de despenalización de la interrupción del embarazo en tres causales es mucho más que lo que suele presentarse como pivotes de la discusión: el valor de la vida y la autonomía de las mujeres. En este punto, es útil precisar que el proyecto presentado por el Gobierno no instituye, como lo anuncia su propio título, un régimen de plazos (o sistema de aborto libre) sino que sólo regula un sistema de permisos, es decir, de excepciones estrictas y calificadas a la punición general del aborto en las que se permite a una mujer interrumpir su embarazo. Por tanto, el proyecto no propone que una mujer pueda decidir, de una manera absolutamente discrecional, si quiere interrumpir su embarazo; sólo le reconoce excepcionalmente la posibilidad de hacerlo en situaciones en las que obligarla a llevar a término la gestación se traduce en imponerle una conducta heroica (morir para salvar la vida del feto, o verse obligada a completar un embarazo a sabiendas de que el feto no sobrevivirá, o soportar una gestación que ha sido resultado de una violación).

 

Cualquiera que haya seguido atentamente el debate sobre el mencionado proyecto habrá notado, sin embargo, que la manera cómo se ha venido planteando la discusión- sobre todo, de parte del activismo mediático proveniente de los detractores de la propuesta- excede con creces los contornos del proyecto. En vez de discutir cuáles son límites de la protección estatal de la vida emergente o si el sistema jurídico puede imponerle a un sujeto soportar sacrificios heroicos para salvaguardar bienes o derechos de otros, y en qué razones podría fundarse aquello; es frecuente que en diversas declaraciones o cartas publicadas en medios escritos se alerte sobre el efecto caja de pandora o pendiente resbaladiza que tendría aprobar el proyecto. O sea, para sus detractores, aprobar las tres causales que regula el referido proyecto es equivalente a abrir las puertas a un sistema de aborto libre y esto último implica, a su turno, una lesión radical al valor supremo de la vida (véase, por ejemplo, el intercambio de cartas en El Mercurio entre el obispo Fernando Bacarreza y el rector de la UDP, Carlos Peña, los días 16 y 17 de febrero recién pasado).

 

Si no fuera porque, como he señalado previamente, en la regulación del aborto se juega la verdadera individuación de las mujeres (y, en consecuencia, la remoción de las bases del sistema sexo género), la reacción de los sectores conservadores tendría mucho de histerismo. Por lo mismo, el alcance del proyecto, es decir, si configura un régimen permisos o uno de aborto libre, es relativamente irrelevante a estos efectos. Quiero explicar esta idea. El aborto constituye efectivamente la llave de un poder propiamente femenino sobre la procreación (por oposición al poder estatal) y esto implica, en muchos sentidos, una reconversión profunda del espacio privado (el espacio de la intimidad y de la familia) que tiene un notable impacto en los proyectos de vida de las mujeres (la vida laboral, profesional, política etc.) y, por consiguiente, en el espacio público. En palabras de Monique Wittig la obligación de reproducción de “la especie” (que incluye no sólo la gestación, sino también el cuidado y las tareas domésticas) es la base del sistema de explotación sobre el que se funda económicamente la sociedad heterosexual y el que permite la apropiación gratuita del trabajo femenino. Desmontar dicha obligación (para lo cual flexibilizar la punición del aborto es condición necesaria pero no suficiente) es, entonces, crucial para aspirar a desmantelar el sistema sexo-género.

 

Aunque la discusión sobre el aborto casi no ha evocado abiertamente su trasfondo de género- al menos, no en los términos que aquí he planteado-, parece obvio que los partícipes de la discusión, y en especial los sectores conservadores, son conscientes de que los marcos del debate se han movido- quiéranlo o no - a favor del reconocimiento de los derechos de las mujeres. Esto ha generado una presión política que, como veremos, se ha traducido en un intento por producir un discurso que aparezca sintonizando con las necesidades de las mujeres (y no sólo con el interés de los fetos) o en esfuerzos por presentar la resistencia a la despenalización del aborto en tres causales como una postura de tinte progresista, alineada (o al menos, no en abierta contradicción ) con el pensamiento de izquierda, y fundada en una defensa de la dignidad humana y no en un menosprecio de las mujeres. En este sentido, por ejemplo, una columna de Soledad Alvear, publicada recientemente en el diario La Tercera (http://voces.latercera.com/2016/03/02/soledad-alvear/la-dignidad-humana/) en la que sostiene que la postura contraria al aborto descansa en “la defensa de la dignidad humana sin exclusiones” y que “lejos de ser conservadora o irracional, es la utopía en construcción -compartida por creyentes, ateos y agnósticos-más revolucionaria de la que se tenga memoria”.

 

Con todo, el caballito de batalla de la postura conservadora sigue siendo la apelación al valor de la vida. Probablemente porque se trata de una referencia que resulta muy persuasiva, en general (después de todo casi nadie se definiría como “contrario a la vida”), y especialmente respecto de las propias mujeres, quienes somos socializadas en la llamada ética del cuidado o de la solidaridad. Aunque algo he escrito sobre este asunto en otro sitio, me parece útil detenerme aquí en examinar con más detención qué tanto hay de convicción y qué tanto de estrategia en esta defensa de la vida en la que se parapeta la resistencia a despenalizar el aborto.

 

Resulta evidente que, hasta ahora, la apelación a la protección de la vida ha sido notablemente eficaz para contener la demanda por la flexibilización del aborto en Chile. Su éxito estriba en su capacidad para generar una verdadera cortina de humo que ha logrado oscurecer la asimetría de cargas con la que el Estado chileno ha venido articulando la protección de la vida, a partir del retorno a la Democracia. Así, con una suerte de desesperanza aprendida, las mujeres chilenas nos hemos resignado a que el mentado compromiso de la sociedad chilena post dictadura con el valor de la vida se reduzca, como si fuera un baluarte, a la prohibición del aborto; y que, paralelamente, ese mismo Estado se haya desentendido del deterioro progresivo de las condiciones existenciales de los chilenos, derivado del aumento sostenido del costo de la vida (y, en especial, del valor de los tratamientos de salud), combinado con un estancamiento en los salarios y una disminución creciente del monto de las pensiones, sólo por nombrar los fenómenos más sobresalientes. De manera que el compromiso del Estado chileno con la vida, en el mejor de los casos, se traduce simplemente en la prohibición de no matar, y esa prohibición- según la tesis conservadora- tendría un alcance variado: sería absoluta respecto del no nato y relativa respecto del nacido (recordemos que la Constitución chilena permite la existencia de la pena de muerte y que la ley contempla, por otro lado, limitaciones al derecho a la vida como la legítima defensa).

 

Este doble rasero moral, en lo concerniente al apego al valor de la vida, está presente también en el discurso privado. Muchos de los que rechazan la posibilidad siquiera de discutir una modificación a la punición del aborto, son refractarios también a la posibilidad concreta de donar órganos. No por casualidad las cifras chilenas de donación de órganos han declinado en los últimos años, pese a la promulgación de la (engañosa) ley del donante universal. La incoherencia entre ambas posturas salta a la vista: si el simple dolor de los parientes es considerado razón suficiente para excluir cualquier deber moral de solidaridad respecto de quien depende para sobrevivir de un órgano de una persona que ha fallecido, con mayor razón debiera considerarse que el riesgo para la propia vida de una mujer, la falta de viabilidad de la vida intrauterina; y el dolor y las renuncias que impone a niñas y mujeres adultas violadas una gestación no deseada, son sacrificios suficientemente importantes para excluir también el deber de cualquier mujer de prestar un órgano (el útero) para mantener con vida a alguien más.

 

Si nos damos el trabajo de revisar las obligaciones, cargas o deberes que el sistema chileno impone a los individuos para proteger la vida de otros, descubriremos, a poco andar, que las únicas que categorialmente soportamos la obligación, carga o deber de mantener la vida de otro, a todo evento, somos las mujeres. Es decir, que la cacareada protección de la vida está lejos de ser un deber universal, en la medida que dicha obligación sólo constriñe a las mujeres, las únicas que biológicamente tienen la capacidad de gestar. Esta parcialidad (que se opone a la pretendida universalidad del deber de respetar la vida) es lo que busca poner de relieve Susan M. Okin con la exquisita caricatura que nos ofrece sobre tres jueces ancianos y de toga que aparecen mirando hacia abajo, y ven con asombro sus vientres de un embarazo avanzado. Uno dice a los otros dos, sin más detalles: tal vez sería mejor reconsiderar esta decisión.

 

Para tratar de justificar esta asimetría de género la ofensiva conservadora suele recurrir, adicionalmente, a la idea de que el feto es un inocente. Esta afirmación busca descartar dos cosas: que el embarazo pueda ser simbolizado como un daño para la madre y que la interrupción del mismo pueda ser entendida como una conducta justificable. Dicho argumento es eminentemente problemático porque parece partir de la base de que las mujeres serían, en contrapartida, culpables de algo. Y esa culpa no sería otra que la de consentir en realizar voluntariamente un acto que no está prohibido (el coito) y no aceptar de buena gana sus consecuencias eventuales (la gestación). Planteado así, el argumento es profundamente convencional desde una perspectiva de género (la sexualidad femenina estaría necesariamente dirigida a la procreación) y colisiona, por lo mismo, con la desvinculación entre sexualidad y procreación que el propio sistema chileno garantiza (si no fuera así habría que apresurarse a prohibir también los anticonceptivos). Cuando la culpa o falta de inocencia de la mujer adquiere la forma que le dio el rector de la PUC en una carta publicada recientemente en El Mercurio (edición del 31.01.2016) en la que, a propósito de la causal de violación, sostuvo que “el único ser inocente en este acto repudiable [el aborto]: [es]el niño en gestación”, la afirmación se vuelve completamente irracional. Pareciera indicar que la mujer sería culpable de ser mujer (porque en ese caso no se ha consentido el coito), en cuyo caso el argumento se vuelve vacío; o adquiere ribetes esencialmente religiosos (reenvía a una suerte de pecado original); o- como han deslizado también algunos parlamentarios- sugiere que la mujer violada sería en todo caso culpable de “incitar a su violador”( véase en este sentido, las declaraciones del diputado Lorenzini, 06.02.2015 http://www.latercera.com/noticia/politica/2015/02/674-615787-9-lorenzini-hay-mujeres-que-tienen-violaciones-porque-a-lo-mejor-tomaron-un.shtml ).

 

Pero, como han demostrado las críticas que las palabras del rector de la PUC suscitaron en redes sociales, desentenderse, sin más, de las trágicas circunstancias que regula el proyecto del Gobierno, actualmente puede ser muy impopular. Esto explica, como anuncié más arriba, que en este debate haya emergido una línea de argumentación que no presenta el rechazo a la despenalización del aborto como una protección de los fetos sino, en cambio, como una protección dirigida a las propias mujeres gestantes. Así, varios políticos de Chile Vamos (ex Alianza) y de la DC, han señalado que el proyecto de despenalización sería un proyecto “contra las mujeres” porque las presionaría a abortar, o no las “acompañaría” en el caso de embarazos difíciles, o porque consolidaría una verdadera impunidad para los violadores en el caso de la causal de violación. (Véase, respecto de este último ejemplo, las declaraciones del diputado Monckeberg en Emol, 15.09.2015). De ahí, que algunos parlamentarios de la DC hayan condicionado la aprobación del proyecto al establecimiento de un régimen de acompañamiento y a la existencia a todo evento de una investigación criminal en caso de violación (recordemos que la violación es actualmente un delito de acción pública previa instancia particular); exigencias a las que el Gobierno ha accedido a través de sendas indicaciones (una presentada en agosto del año pasado y otra en enero de este año).

 

Aunque, a primera vista, las razones que se esgrimen para sostener la falta de necesidad en innovar en la regulación actual del aborto o para “perfeccionar” la propuesta parecen diversas; en realidad, se trata de discursos que tienen una función común de resistencia al cambio y se encuadran en lo que antes he denominado el paradigma de control. El “cuidado” interés que prestan a la situación de las mujeres está lejos de ser genuina empatía y expresa, por un lado, una necesidad estratégica (como dije antes, desentenderse de las circunstancias trágicas que regula el proyecto puede tener ingentes costos, sobre todo de naturaleza electoral) y, por otro, es una característica distintiva del modelo de control: su hipocresía.

 

Un episodio acaecido antes de la presentación formal del proyecto de despenalización del aborto es útil para ilustrar esta última característica. Con una inusual franqueza, la ex Ministra de Salud, Helia Molina, afirmó que “en todas las clínicas cuicas, muchas familias conservadoras han hecho abortar a sus hijas" (La Segunda, 30 de diciembre de 2014). Esas declaraciones le costaron el cargo. Desde el punto de vista empírico, lo que Helia Molina apuntó no constituye ningún error. Al contrario, está ampliamente documentado en los estudios sociológicos sobre el aborto realizados en diversas sociedades que el reproche del aborto suele convivir en perfecta armonía con una gran tolerancia de la parte de aquellos mismos a los que su sola evocación indigna, a condición de que esta práctica se mantenga en el terreno de lo clandestino. En Chile tal convivencia contradictoria ha sido llevada al paroxismo. Vistas así las cosas, lo crucial para los sectores conservadores no es que el aborto se erradique de la sociedad chilena (después de todo, esta ha aumentado en los últimos años con el acceso más o menos amplio y expedito al misoprostol) sino que dicha práctica se mantenga en el terreno de lo ilegítimo, de lo marginal y, sobre todo, de lo escondido. Por eso, para los entusiastas del paradigma del control, no representa ningún problema que el aborto se realice en la sombras (mucho menos en clínicas privadas en condiciones de confort y confidencialidad), ni que la persecución penal de este delito sea baja y esté dirigida especialmente a mujeres pobres; sino que el verdadero problema radica en que se vuelva una práctica legítima (aun acotada a unas causales restrictivas) y que pueda, entonces, ser demandada por cualquier mujer y de una manera pública. En términos simples: el problema consiste en que se transforme en un derecho.

 

Yanira Zúñiga Añazco                                                                                      

Profesora de Derechos Fundamentales  - UACh

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