Los consursos de belleza en el marco de una política universitaria de igualdad de género
Hace un mes la prensa extranjera reportaba que el pueblo argentino de Chivilcoy prohibió la realización de concursos de belleza por considerar que discriminan a las mujeres y promueven la violencia de género. En la ordenanza municipal respectiva se advertía que la “la belleza no es un hecho objetivable” y, por tanto, calificarla supone sentar las bases de una “situación discriminatoria y violenta” en un “escenario de competencia” irreal (Vid. www. europapress.es, edición del 22 de diciembre de 2014). Lo anterior contrasta con la política comunicacional de la UACH que, año tras año, reseña la participación de estudiantes de esta universidad en el concurso Reina de los Ríos, destacando la importancia que tendría “el hecho de representar a la UACH en este certamen” y “el orgullo y gratitud por el apoyo recibido” que expresan las estudiantes concernidas (http://noticias.uach.cl/principal.php?pag=noticia-externo&cod=79366).
Hace décadas que el pensamiento feminista viene argumentando que los concursos de belleza están lejos de ser eventos frívolos y/o manifestaciones triviales de la cultura popular, y configuran, en cambio, un escenario de discursos subyacentes y superpuestos que expresan ideologías excluyentes. Dichos concursos son, desde esta perspectiva, una pieza más de un complejo engranaje que se ha dado en llamar “la tiranía de la belleza”. Este engranaje comprende otras prácticas/situaciones asociadas a las industrias del modelaje y la publicidad (entre otras, el uso de photoshop en revistas femeninas y en la publicidad, y la selección de modelos hiperdelgadas en pasarelas), cuyos efectos en la construcción de un modelo irreal y poco saludable de belleza, con impacto especialmente negativo en niñas y adolescentes, han comenzado a problematizarse en Europa y EEUU, a propósito de los límites a la libertad de expresión. Amelia Valcárcel resume la amplitud y relevancia del problema antes aludido advirtiendo que “las condiciones en que es afirmada y vivida la belleza femenina develan las condiciones de libertad real en que las mujeres existen. La belleza correlata con el principio de individuación” (Feminismo en el mundo global, Ediciones Cátedra 2008, pp. 245-246).
Mi propósito aquí es develar cómo un aparentemente inofensivo concurso de belleza puede servir a este dispositivo mayor, a objeto de abrir un debate sobre la forma en que una institución de educación superior como la UACH (es decir, con vocación pública y compromiso con los derechos fundamentales) debiera abordar la construcción de una política de igualdad de género, que comprenda varias dimensiones, incluida la simbólica. Para ello voy a plantear un par de preguntas útiles para iniciar el análisis: (a) ¿Cuál es la concepción de belleza que promueven estos concursos?, y (b) ¿quién la define?
En relación a la primera pregunta, es relativamente evidente que estos concursos presentan la belleza como si se tratara de un hecho objetivable y aséptico, es decir, susceptible de aprehenderse al margen de las preferencias individuales, de la historia y de las dinámicas socioculturales. Un breve repaso de los patrones de belleza a lo largo del tiempo desmiente tal idea. La belleza es, realidad, una construcción histórica y culturalmente situada.
Adicionalmente, la belleza a la que se refieren estos concursos está centrada en el cuerpo femenino. Estos concursos se caracterizan por exhibir el cuerpo femenino, ponerle un valor económico (el premio y los demás beneficios ligados al concurso) y transarlo en un verdadero mercado comunicacional. De ahí que la belleza de estos concursos no sea, en realidad, innata. La belleza en este marco es un producto y, como tal, se fabrica. Para corroborar esta idea, basta ver el incremento de las operaciones de cirugía estética en los concursos de belleza más populares (Miss Universe y Miss World) o la manera en que pequeñas niñas son disfrazadas de adultas , con el consiguiente resultado de hipersexualización, a efectos de competir en concursos de belleza infantiles.
Así las cosas, podemos concluir que la belleza que promueven estos concursos es una belleza “encorsetada”, puesto que resulta definida artificialmente, sobre la base de ciertos patrones dominantes.
Esto nos lleva a la segunda pregunta que formulaba más arriba y que se relaciona con quién (o quiénes) define (n) esta noción. Cuando hablo de patrones dominantes no me refiero a las características estéticas más difundidas en una determinada población humana sino a ciertas convenciones sociales que traducen relaciones de poder preexistentes. Así las cosas, la belleza en estos concursos resulta definida, ideológicamente, por los grupos dominantes. En otros términos, la noción de belleza de estos concursos es portadora de combinaciones variables de nacionalismo, racismo, clasismo y machismo. Si no fuera así, resultaría incomprensible la reacción de hostilidad que desató la inofensiva selfie que retrató a la candidata de Israel al lado de la candidata del Líbano, en la versión de este año del Miss Universe, y que reportaban varios periódicos en línea (por todos, vid. El País, edición electrónica, 19.01.2015) o el fervor nacionalista que desencadenó la elección de Cecilia Bolocco en el mismo concurso, a fines de la década de los 80. También resultaría inexplicable que cada Miss Chile sea presentada como la representante de “la belleza de la mujer chilena”, en circunstancias de que la gran mayoría de las candidatas se apartan notablemente de las características estético-sociales de la mujer chilena promedio. En efecto, la Miss Chile es, habitualmente, más alta que el promedio de la mujer chilena, tiene un color de ojos y de cabello, distinto al promedio de la mujer chilena, y tiene proporciones diversas al promedio de la mujer chilena. Además, la Miss Chile, generalmente, tiene un capital social superior al promedio de la mujer chilena y difícilmente pertenecerá a algunos grupos que forman parte de la población chilena, tales como las personas indígenas y las personas transexuales.
Esta disonancia entre los patrones de belleza de los concursos y los que pueden derivarse de sociedades concretas no es casual. Al contrario, los concursos de belleza están diseñados para reflejar una belleza exclusiva. Como es sabido, en general, los concursos de belleza exigen a las postulantes satisfacer una serie de requisitos que garantizan un proceso de selección basado en la exclusividad. Algunos de tales requisitos se presentan como exigencias precisas y objetivas (mínimo de estatura, ser soltera, no tener hijos) y otros, bajo fórmulas abiertas ( la “armonía corporal”, la “belleza facial”, el “desplante o actitud” y la “feminidad”[1]). Unos y otros, sin embargo, disfrazan ideologías sociales dominantes, bajo enunciaciones aparentemente neutras. En consecuencia, la belleza de estos concursos no aspira a representar la variedad social sino todo lo contrario, busca estrecharla. En efecto, no cabe la menor duda de que la belleza, como valor estético, no es un atributo privativo de quienes han nacido como mujeres (con órganos sexuales femeninos), son jóvenes, altas, solteras y sin hijos; y sin embargo, la gran mayoría de los concursos establecen estos criterios para la selección de las participantes. Por otra parte, la idea de feminidad (presente también como criterio de elección de las ganadoras), en la medida que remite a patrones tradicionales de roles de género, indica, además, que lo que se juzga aquí no es sólo patrones estéticos sino, primordialmente, patrones socio-normativos.
Todo esto podría ser meramente anecdótico si las sociedades contemporáneas no fueran comunidades políticas complejas, multiculturales y, en general, comprometidas con la igualdad. De hecho, si hiciéramos el ejercicio, para el caso chileno, de comparar los criterios de selección de dichos concursos con las reglas de la ley Nº 20.609 que establece medidas contra la discriminación, advertiríamos inmediatamente que, a lo menos, existe una tensión entre los referidos criterios de selección y las prohibiciones de discriminación que contiene este cuerpo legal.
Esto nos lleva a una cuestión adicional. Si, como he afirmado, estos concursos reposan en ideologías que actualmente se encuentran en tensión o en conflicto con los valores arquitectónicos de las sociedades democráticas, ¿cómo es que tales certámenes no son objeto de un mayor cuestionamiento?
La respuesta se relaciona con los mecanismos de funcionamiento del poder y de la exclusión. Los concursos de belleza, como toda exudación del poder, se rodean de prácticas y discursos de legitimación. De hecho, como sostiene Foucault, el poder se sirve de las innumerables contribuciones de personas e instituciones que, consciente o inconscientemente, reproducen los fenómenos de exclusión. La idea relativamente difundida de que estos concursos son eventos banales o superfluos, contribuye en buena medida a tal efecto. Lo anterior resulta complementado por un crisol de discursos que no sólo busca reforzar la inocuidad de estos certámenes sino que los presenta como experiencias intrínsecamente valiosas. Así, es frecuente que los concursos de belleza sean promovidos como una oportunidad democrática (es decir, incluyente) de realizar una labor pública (difundir valores/modelos dirigidos a la juventud, realizar obras de caridad etc.), en la que la ganadora se transforma en una suerte de embajadora de una identidad social (nacional, regional etc.). A su turno, los medios que las candidatas despliegan para satisfacer el ideal de belleza impuesto por el concurso (peinados, vestuario, ejercicios, cirugías estéticas etc.); son simbolizados como las antípodas de una práctica de sujeción. En efecto- suele escucharse- la participación de las candidatas sería un reflejo de su autonomía y de la versatilidad de la mujer moderna: aquélla que puede estudiar/trabajar y, al mismo tiempo, verse linda. El simbolismo antes descrito evoca, por su asombroso parecido, la ideología dominante después de la segunda guerra mundial y que ha sido magistralmente descrita por Betty Friedman en su conocido texto La mística de la feminidad. En este texto la autora alude, entre otras cosas, a la representación femenina de las revistas de la época: mujeres hermosas que, no obstante haber logrado ingresar al mercado laboral y acceder a mejores oportunidades educacionales, decidían gustosas abandonar la vida profesional para ser amas de casas.
Soy consciente que las relaciones entre cuerpo, belleza, género y autonomía son objeto de complejos análisis y de respuestas variadas dentro del feminismo y otras tradiciones de pensamiento. En este sentido, quiero aclarar que no sugiero aquí que la decisión de toda mujer que participa en un concurso de belleza sea necesariamente un acto de subordinación femenina, como tampoco formularía dicha tesis respecto de otras formas de uso instrumental del cuerpo y de la belleza (como los servicios de scort o la prostitución). Con todo, también tengo que precisar, que descartar la existencia de una relación necesaria no supone negar la existencia de ciertas correlaciones o relaciones de plausibilidad.
Lo que me (pre)ocupa aquí, según anuncié más arriba, es otra cosa. En particular, la manera en que una universidad como la UACH se vincula con los fenómenos de exclusión/subordinación y sus diversas manifestaciones, considerando que todos ellos, -y en especial, aquellos ligados al género-, sobreviven enquistados en estructuras institucionales. Desde luego, hay dos opciones posibles: las universidades pueden contribuir a mantener dichos fenómenos, a través de la producción de prácticas y/o discursos de legitimación; o, al contrario, intentar combatirlos, a través de prácticas y/o discursos de resistencia. Parece claro que la opción elegida por la UACH, en lo referido a estos concursos (y otras manifestaciones como veremos más abajo) es la primera. Parece igualmente evidente que tal opción es problemática desde el punto de vista de la manera en que esta corporación educacional se define: una universidad con vocación pública, con un compromiso por promover un conocimiento crítico y la transformación social, de acuerdo a los principios democráticos.
Quienes formamos parte de esta comunidad de creación y transmisión de conocimiento sabemos que diversos estamentos de la UACH vienen promoviendo, en los últimos años, la discusión y puesta en marcha de una verdadera política institucional de género, que abarque, al menos, los siguientes aspectos: (a) elaboración normativa interna (creación de estatutos de prevención y protección ante el acoso sexual y la violencia de género que se producen el marco o con ocasión de las actividades universitarias); (b) promoción de prácticas de igualdad de género en el marco del proceso de enseñanza-aprendizaje (por ejemplo, inclusión del análisis de género en el currículo explícito y oculto); y (c) articulación de discursos de resistencia (evitar el uso de fórmulas masculinas como universales- por ejemplo, alumno, profesor, hombre etc.-; promoción de la investigación de género etc.).
Lamentablemente, no parece que las prácticas y/o discursos de los órganos que forman parte de la administración central de la UACH, con la notable excepción de la Dirección de Asuntos Estudiantiles, se orienten hacia la misma dirección. Esto genera un desfase que es preocupante desde varias perspectivas. No sólo respecto de los principios o valores que la UACH señala abrazar sino también en relación con los objetivos estratégicos que persigue, entre otros, insertarse en un contexto universitario globalizado. Es de esperar que el año académico 2015 traiga noticias favorables en este sentido.
[1] Véase en este sentido, las bases del Concurso Reina de los Ríos 2014
Profesora de Derechos Fundamentales - UACh
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