¿Por qué marcar AC en segunda vuelta?
Desafiando los malos augurios –que la Campaña Marca tu Voto sería un fracaso, que los votos marcados serían anulados, etcétera– el total de votos marcados con AC (Asamblea Constituyente) el pasado 17 de noviembre, alcanzó a 410.000. Los votos marcados AC en la primera vuelta pueden aumentar fácilmente este próximo 15 de diciembre, ya que la cobertura del conteo mediante observadores ciudadanos alcanzó únicamente un 38% del total de las mesas, y a que en no pocos casos los apoderados de los sectores gobiernistas dificultaron registrar esta opción.
El mensaje es potente. De ser una propuesta marginal, estigmatizada no solo por la derecha y sus medios de comunicación –que han impulsado una campaña del terror que recuerda las de otros etapas de la historia del país–, sino también por personeros de oposición – como no recordar la tristemente celebre frase de Escalona sobre los “fumadores de opio”-, la AC está al centro de la agenda política y no hay nadie que seriamente hoy pueda ignorar que esta opción, sustentada por un grupo creciente de ciudadanos, marcará el debate político de la inminente nueva administración de Bachelet.
Las perspectivas de la AC para la segunda vuelta son auspiciosas. Luego de que el 17 de noviembre MEO adhiriera abiertamente a esta campaña, quien obtuvo el 10% de los votos en las elecciones presidenciales, así como amplios sectores de la Nueva Mayoría (parlamentarios electos del PPD y el PC) y otras actorías políticas (como Revolución Democrática e Izquierda Autónoma). En los próximos días se sabe que otros sectores se sumarán a esta campaña, como el mundo artístico, la sociedad civil, los pueblos indígenas, haciendo un llamado a marcar el voto con una AC en las elecciones del 15 de diciembre, lo que podría llevar a un resultado electoral que puede sorprender a muchos.
Se debe reconocer, sin embargo, que apabullados por la publicidad de las candidatas presidenciales de los dos conglomerados políticos que han gobernado el país los últimos 20 años, e imbuidos en el discurso individualista que lleva a muchos a la indiferencia- expresada en ya conocidas frases tales como “y a mi que, si igual tengo que trabajar”-, la necesidad de un cambio constitucional mediante una Asamblea Constituyente no es aún comprendida por algunos sectores de la ciudadanía. Menos aún la necesidad de una AC como el mecanismo para lograrla.
De allí la relevancia de entregar información que los medios masivos no entregan sobre esta materia.
¿Por qué es necesaria una nueva constitución?
Como hemos señalado anteriormente, la necesidad del cambio de la Constitución Política de 1980 (CP 1980) por una nueva constitución democrática, deriva de múltiples circunstancias. La primera de ellas, es que esta CP fue impuesta mediante de un plebiscito fraudulento, bajo una dictadura que estableció un régimen de terror, sin libertades políticas y sin registros electorales. Vale decir, no surgió de un proceso democrático que refleje un consenso social y político sobre las reglas que deben regir la forma de organización del Estado, los derechos de las personas, la propiedad de los recursos naturales, entre otros aspectos que deben ser abordadas por las constituciones. Por lo mismo, a más de 30 años de su imposición, ella nos sigue dividiendo como sociedad en muchas y significativas materias.
Más aún, no obstante las numerosas modificaciones que le han sido introducidas en las últimas dos décadas, tanto su espíritu como contenidos continúan estableciendo barreras para la convivencia democrática y para la vigencia plena de los derechos humanos. En efecto, las leyes orgánicas constitucionales que se derivan de la misma mantienen un binominalismo electoral que impide la participación de diversos sectores políticos, sociales, étnicos y geográficos que representan la diversidad del país, en el parlamento. A través de mecanismos, como los quórum supra mayoritarios, se impide que dicho parlamento pueda reformar la CP (se requiere para ello de los 2/3 del Congreso), así como las leyes orgánicas constitucionales antes referidas (su modificación requiere de 4/7 del Congreso). Tampoco hay espacio real en ella para un plebiscito ciudadano que haga posible la reforma de la Constitución. Este es el meollo de lo ha llevado al jurista Fernando Atria a calificar a dicha carta fundamental como la “Constitución tramposa”.
La CP de 1980, además, ha consagrado un sistema basado en un Estado subsidiario, el que actúa sólo cuando los individuos no puedan hacerlo. La misma CP se cimenta en la protección del derecho de propiedad, y en contraste con ello, deja en la desprotección a los derechos económicos y sociales –tales como la salud, la educación, la seguridad social–, limitándose a asegurar la libertad de elección de la población de éstos entendidos como “servicios”, pero no a garantizar el acceso a ellos como un derecho. Esto ha resultado en la apropiación de los bienes comunes y en una concentración de la riqueza nunca antes vista en la historia del país.
Como sabemos, la soberanía radica en el pueblo (en el caso de Chile en los pueblos, si es que reconocemos -como lo han hecho otros estados- a los pueblos indígenas como tales), y a ellos asiste el derecho de libre determinación. Se trata de un derecho que nos ha sido reconocido por la Carta de Naciones Unidas en 1945 y más tarde por el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y por del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de Naciones Unidas de 1966, ambos ratificados por Chile. En efecto dichos Pactos disponen, en su artículo 1 común, que los pueblos «establecen libremente su condición política”. Ello, por cierto, además de determinar libremente a su desarrollo económico, social y cultural.
La importancia que tienen las constituciones –y los procesos a través de los cuales estas se elaboran– en la materialización de la libre determinación de los pueblos es subrayada por el Comité de Derechos Humanos de la ONU cuando, en su Observación General N°12 de 1984, señala que este derecho está relacionado con “los procesos constitucionales y políticos que permiten en la práctica su ejercicio.”
No hay que ser cientista político para darse cuenta que –en el marco de la institucionalidad vigente– el pueblo chileno no ha podido determinarse libremente en materia política, así como tampoco en materia económica y cultural. Al respecto cabe recordar la afirmación del ideólogo de la CP de 1980, Jaime Guzmán, quien sostuvo que el sentido de dicha carta fundamental era asegurar que los adversarios de la dictadura, cuando llegasen a gobernar, no pudieren “seguir una acción distinta a la que uno mismo anhelaría”.
¿Por qué una AC?
Existiendo entonces un consenso cada vez más mayoritario sobre la necesidad de dotarse de una nueva constitución, el debate en Chile hoy se centra en el proceso para hacerlo posible. Para algunos ella debe cambiarse mediante los mecanismos “institucionales” hoy vigentes. Ello, como sabemos, es una falacia, ya que tales mecanismos institucionales no existen, pues quienes elaboraron la CP de 1980 se preocuparon deliberadamente de que así fuera. Una institucionalidad democrática debe permitir su reforma por una nueva, y ésta no lo permite, o al menos lo obstaculiza seriamente. Esta no es una idea nueva, sino por el contrario, una muy antigua y arraigada en el estado liberal surgido de la revolución francesa. En efecto, hace ya más de 200 años la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1793, surgida de dicha revolución, disponía en su artículo 28 que: “El pueblo tiene siempre el derecho de revisar, reformar y cambiar la Constitución. Una generación no puede comprometer con sus leyes a generaciones futuras.”
Es efectivo que la nueva administración de Bachelet contará con un parlamento en que la Nueva Mayoría, junto a los partidos progresistas y al creciente número de independientes que fueron electos, contarán con número muy cercano a los 4/7 del Congreso Nacional requeridos para la reforma de las leyes orgánicas constitucionales, entre ellas la ley electoral y la ley de partidos políticos, lo que permitiría – si existiese la voluntad- desmontar gradualmente las bases de la CP de 1980.
Sin embargo, se trata en nuestra opinión de una apuesta compleja, dado que a pesar de la nueva composición del parlamento, la representación en el de la diversidad social, política, étnica y de género del país sigue estando seriamente limitada por el binomimal. No es casualidad que el Congreso Nacional siga siendo una de las instituciones de más baja credibilidad (confianza) en el país, la que a mediados de 2013 llegaba a tan solo 9.3% de la población, de acuerdo a la encuesta ICSO de la Universidad Diego Portales.[1]
La necesidad de que los distintos sectores de la ciudadanía, y no solo los partidos políticos representados en el Congreso, participen en la elaboración de una nueva constitución es subrayada por el destacado constitucionalista Yash Ghai: “Una ventaja de la asamblea constituyente con respecto al parlamento es que puede ser verdaderamente una congregación de la nación. La fuerza y legitimidad de esta instancia dependerá en su grado de inclusividad. Si bien los partidos han de desempeñar un papel fundamental, es necesario que otros grupos e intereses queden representados (mujeres, personas discapacitadas, minorías, sindicatos, el sector privado, la sociedad civil y los movimientos sociales). En alguna medida, estos grupos e intereses estarían representados en los partidos, pero resulta de valor el que cuenten con sus representantes directos. Resulta claro que todas estas formas de representación tienen un impacto en el proceso y en sus resultados. Esto abrirá puertas a la reconciliación de comunidades que se sienten marginadas del sistema político vigente…, y garantizará una justicia social para todos”.[2]
La AC es el mecanismo más legítimo e inclusivo a través del cual las sociedades democráticas hoy hacen efectivo el derecho a la libre determinación que nos es reconocido a todos los pueblos. A pesar de lo que los medios conservadores- y los sectores políticos detrás de ellos- nos han tratado de hacer creer sobre las asambleas constituyentes (que ellas son características de cierto tipo de estados, calificados como “en crisis” y que han derivado en sistemas políticos poco democráticos, generalmente socialistas), las AC han sido el mecanismo que sociedades de larga tradición democrática -desde Francia y Estados Unidos en el siglo VIII (1787 y 1789, respectivamente); pasando por democracias hoy consolidadas, como Alemania en 1949 e India en 1950- hasta sociedades latinoamericanas como Brasil en 1988, Colombia en 1991, Ecuador el 2008 y Bolivia el 2009, han utilizado para construir pactos sociales y políticos democráticos.
La experiencia de América Latina en las últimas décadas demuestra que los cambios constitucionales logrados a través de las AC no solo han sido posibles, sino que lejos de conducir al caos, han permitido mayores niveles de gobernabilidad democrática, así como profundizar de manera sostenida la vigencia de los derechos humanos, la equidad y la justicia. Así por ejemplo, la Asamblea Constituyente de Colombia, que fuera producto de un proceso de reclamo ciudadano expresado en las urnas –a través de lo que se llamó la séptima papeleta y que permitió la conformación de dicha asamblea pese a no estar considerada en la Constitución de ese país–, dio origen a un texto constitucional refrendado mediante referéndum, que promueve un modelo de democracia social inclusiva que representa un modelo para la región.
Lo mismo cabe señalar de los procesos constituyentes recientes de Ecuador y Bolivia, los que fueron resultantes de AC democráticas y plurales, que contaron con una amplia participación de la ciudadanía, así como de los pueblos indígenas de esos países, tradicionalmente excluidos de los procesos políticos y sociales. No obstante las complejidades políticas que hoy puedan vivirse en estos países, nadie podría hoy negar que las nuevas constituciones políticas construidas a través de las AC – y luego refrendadas mediante referéndums-, son representativas de nuevos pactos sociales interculturales que han dado una gobernabilidad democrática significativa a dichos estados.
Pues tal como sostiene también Yash Ghai, las constituciones no son solo un texto, sino un proceso. Tan importante como el texto, es el proceso para conseguirlo. Estos procesos inclusivos tienen, entre otros objetivos fundamentales, contribuir a la reconciliación entre distintos grupos, el fortalecimiento de la unidad nacional, el empoderamiento de la ciudadanía y de su participación en la vida pública, el fortalecimiento de la legitimidad y la búsqueda de acuerdos.
Las elecciones presidenciales del 15 de diciembre próximo constituyen una oportunidad para manifestar nuestra voluntad no solo de cambiar la CP de 1980 impuesta por la dictadura, sino también para establecer un nuevo pacto social que permita nuevas formas de convivencia democrática, más inclusivas, más plurales, más democráticas. Para ello, como hemos explicado, la AC resulta fundamental. Una adhesión ciudadana significativa a la AC no podrá ser ignorada, y deberá ser tomada en consideración por los actores políticos, así como por el nuevo gobierno, generando procesos que den lugar a la consulta ciudadana sobre una nueva CP y sobre el mecanismos para construirla.
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[1] http://www.encuesta.udp.cl/wp-content/uploads/2013/10/PPT-Encuesta-ICSO-UDP-2013.pdf
[2] Ghai, Y., La asamblea constituyente en la elaboración de la constitución política, International IDEA, Estocolmo 2006, p. 27. http://www.idea.int/americas/upload/Yash_Ghai_Constituent_Assemblies_Spanish_final_text_for_workshop_17july06.pdf
José Aylwin
Profesor de Derecho de los Pueblos Originarios - UACh
Coordinador del Programa de Globalización y Derechos Humanos - Observatorio Ciudadano
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