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Esos extraños economistas

Economía: ¿(Supuesta) ciencia de los que saben el precio de todo y el valor de nada, o conocimiento relevante para el derecho?

 

El martes 1° de abril del año 2014 el norte de Chile sufrió un terremoto. Hubo 7 fallecidos y más de 200 heridos. El Gobierno ordenó evacuar las zonas costeras de todo el país. Se cerraron aeropuertos, servicios básicos fueron interrumpidos y las clases se suspendieron por varios días. El precio de algunos productos básicos se elevó en forma inmediata: El kilo de pan llegó a $3.000, el agua embotellada, a $7.000. Consultada una economista por las redes sociales, comentó: “Si tienes 10 naranjas y 100 posibles compradores ¿las sorteas, las pones en una piñata o las vendes al mejor postor?”. Al reprochársele que en caso de aumentos de precios los comerciantes se estarían aprovechando de una tragedia, agregó: “OK, pero que quede claro que 90 que querían se quedarán sin nada, junto con la pelea que se armará”. Todavía, luego de que se la calificara –entre otros epítetos– de “imbécil”, retrucó: “Esa calificación parece más válida para los q no entienden q cuando cae la oferta y/o aumenta la demanda, suben los precios”. Horas más tarde se disculpó por los malentendidos y ofensas que pudiera haber generado.

 

Resulta interesante, tal vez algo divertido, imaginar la sorpresa de la economista. Simplemente exponía las razones, para ella evidentes, que explicaban la forma en que los precios resuelven en forma eficiente el problema de la escasez. Lo inquietante –tal vez aterrador–, es su indiferencia frente a las circunstancias del caso. Para cualquier observador sensato parece al menos cuestionable que en una catástrofe ciertos “afortunados” mercaderes obtengan ganancias por la venta de productos de primera necesidad a precios exorbitantes. Parecen imponerse otros tipos de soluciones: Racionamiento, priorización sobre criterios no monetarios, etc.

 

A los abogados nos gustan este tipo de anécdotas. Parecen confirmar que la economía es la ciencia de quienes saben el precio de todo y el valor de nada. Sugieren que los economistas podrán saber algo del PIB, la inflación y el tipo de cambio, pero muy poco sobre cómo debe organizarse una sociedad justa. Estas historias amparan, en suma, nuestra magnífica ignorancia sobre la economía. La pregunta es si resulta razonable mantenerla.

 

Posiblemente no. Y por diversas razones. Desde luego existen motivos profesionales. Lo queramos o no, el derecho opera sobre una realidad social que se encuentra sometida a los inexorables principios de la escasez y la racionalidad. La ciencia económica nos permite comprender el funcionamiento de esa realidad. Resulta notable que año tras año se discuta seriamente si un aumento cotización (o un seguro de desempleo) debe ser de cargo del empleador o del trabajador, o si un impuesto al consumo debe aplicarse al vendedor o comprador; cuando los estudios han demostrado hace ya mucho que semejantes distinciones carecen de importancia práctica. Sorprende que la forma en que opera la tributación, la libre competencia, la propiedad intelectual o los mercados de capitales, se ignore casi completamente no solo por los abogados en general sino por los abogados –litigantes, comentaristas, jueces– que se dedican a dichas materias. Esto es muy extraño. Nadie espera que, por ejemplo, un filósofo de la ciencia, para serlo, deba tener las capacidades de un científico. Pero ciertamente nos generaría serias dudas que un teórico pretenda explicar el impacto de, por ejemplo, la teoría de la relatividad en la ciencia, si no tiene los conocimientos básicos para comprenderla. No levantemos quejas si luego, en el diseño de las políticas públicas, los economistas actúan casi con exclusividad, con algún que otro abogado participando en forma más bien testimonial o instrumental.

 

Es posible que existan razones de mayor peso que las meramente profesionales para recomendar a los abogados un acercamiento a la economía. Lo cierto es que los vínculos entre la economía y el derecho, no sólo a nivel práctico, sino también dogmático, parecen cada vez más intensos. El Análisis Económico del Derecho (AED) muestra un particular desarrollo en las últimas décadas. Hasta mediados de los años 60, la vinculación entre la economía y el derecho parecía restringirse a los tributos, la legislación antimonopolios y poco más. A partir de entonces comienza a proponerse el uso de la economía para explicar, predecir e, incluso, orientar las decisiones judiciales en diversas áreas: derecho de daños, regulación de procedimiento judicial, políticas y sanciones criminales, el matrimonio, la discriminación racial, etc. Algunas de estas aplicaciones son controvertidas. Pero el desembarco de la economía en las escuelas, revistas y estudios del derecho en general parece definitivo. El desarrollo del AED ha sido vertiginoso, particularmente en Estados Unidos, pero también en el ámbito continental. Actualmente se afirma, prácticamente en forma rutinaria, que el AED constituye en Estados Unidos el acercamiento más influyente al derecho, y los estudios abocados al tema se multiplican en casi todo el mundo (en Chile, desde luego, mantenemos nuestra terca indiferencia). Es cierto: el AED es polémico. No es este el lugar para abordar los distintos acercamientos que tradicionalmente han tenido las teorías jurídicas frente a las ciencias sociales y la economía. Tampoco cabe acá adentrarse en las distinciones entre teorías deontológicas y consecuencialistas, cada una con sus matices, encuentros y desencuentros. Pero sí podemos concordar que, en términos generales, la dogmática jurídica coincide en afirmar que constituye un grave error mirar al derecho como una entidad autónoma e independiente de la sociedad, que gran parte de las propuestas contemporáneas deontológicas buscan ser conscientes de las consecuencias, y que las herramientas técnicas de las ciencias sociales, y de la economía en particular, resultan cada vez más relevantes.

 

Pero, tal vez, el punto es aún más profundo. Al fin y al cabo, ¿Qué es lo moralmente deseable? Veamos un ejemplo. En nuestro país, cada cierto tiempo el Estado gasta importantes sumas de dinero en la búsqueda y rescate de excursionistas extraviados. En estos casos se escucha que no pueden “escatimarse en recursos” porque “la vida no tiene precio”. Y efectivamente, se movilizan en forma masiva recursos aéreos y terrestres, cuerpos de policía, ejercito y defensa civil. Un análisis consecuencialista probablemente demuestre que esos mismos recursos podrían haberse destinado a financiar drogas o intervenciones médicas que salvarían varias vidas. Puede que brutalmente nos señale que el uso y mantención de los recursos que permiten los rescates suponen determinada cantidad de muertes, año tras año. Semejante análisis no supone que deba dejarse morir a nuestros aventurados excursionistas, desde luego. Pero hace ineludible enfrentar las consecuencias de nuestras decisiones. Impide que actuemos a ciegas. Nos obliga a reconocer que, atendida la escasez de recursos y su posible uso alternativo –es decir, su costo de oportunidad–, cada una de las decisiones que se adopten tendrán consecuencias que debieran considerarse moralmente. Las sociedades constantemente se enfrentan a este tipo de dilemas, pero recurren a ingeniosas fórmulas institucionales para ocultarlos: Se decide financiar ciertas intervenciones quirúrgicas o tratamientos farmacológicos, pero se oculta el inevitable costo de dejar a otros sin atención, tal vez a través de hipócritas listas de espera. Es cierto que el análisis honesto de las consecuencias en este tipo de casos resulta moralmente perturbador y es natural que las personas y sociedades traten de ahorrarse el problema de enfrentarlos. Pero tal como cerrar los ojos no detiene un daño inminente, negarse a analizar el problema no resuelve la escasez. Negarse a realizar elecciones racionales frente a la necesidad imperiosa de escoger constituye poco más que un acto de cobardía. El análisis económico obliga a mirar a la cara este tipo de problemas y resolverlos con honestidad.

 

Pero, tal vez, el punto es más profundo y relevante que todo lo anterior. Supongamos por un momento que de alguna forma logramos coincidir no solamente en ciertos valores y principios, sino también en a forma en que ellos impactan en las decisiones sociales (cuestiones que, se reconocerá, no parecen en absoluto sencillas). ¿Tenemos resuelto el problema sobre la mejor forma de evaluar moralmente el mejor estado de cosas? Rawls separó las éticas consecuencialistas y deontológicas distinguiendo entre “lo bueno” y “lo correcto”, distinción que intuitivamente nos resulta cómoda. Pero tal vez lo que realmente debiéramos valorar no son ciertos bienes y valores en sí mismos, sino las conformaciones del mundo que los maximizan. Todas las personas razonables toman en consideración las consecuencias de sus actos y decisiones. La moral consecuencialista, sin embargo, va más allá: Valora las consecuencias sólo en cuanto logran el mejor estado de cosas. Esto no es un juego de sutilezas. Es un llamado a imponer en las decisiones prácticas la racionalidad, recurriendo para ello al mejor conocimiento científico del mundo de que se disponga, incluido, por cierto, el de la ciencia económica.

 

En definitiva, a pesar de las simplificaciones, a veces divertidas –o aterradoras– de ciertos reduccionismos economicistas, la economía puede decirle mucho a los abogados. No sólo a nivel profesional –aspecto sin duda relevante– sino académico e intelectual en general. La economía, o al menos la que interesa, no trata de dinero, ni de libre mercado, ni de neoliberalismo. Tampoco –solamente– de maximización de las preferencias o de bienestar material. De lo que nos habla es de formas de comprender el funcionamiento social bajo los fenómenos de escasez y la racionalidad. Nos sugiere otras formas de valorar normativamente el orden social. Y, tal vez, más importante aún, nos invita a incorporar al derecho las nociones científicas, abriendo puertas y ventanas de Tribunales y Escuelas de Derecho al conocimiento del mundo.

 

Hugo Osorio Morales

Profesor de Economìa y Derecho Tributario - UACh