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Quinientos años de soledad

El día en que murió, pesaban sobre Manuel Contreras condenas a prisión por más de quinientos años. Exactamente 537 años y 203 días de presidio, considerando las condenas por sentencias firmes, confirmadas por la Corte Suprema (esto de acuerdo a la recopilación de causas realizada por el Observatorio de Justicia Transicional de la UDP, pues no existe aún un registro oficial, públicamente accesible, de los procesos por violaciones de derechos humanos durante la dictadura militar). Una cifra que posiblemente se hubiera elevado a más de mil en los próximos meses y años, considerando las penas impuestas en sentencias con recursos pendientes y las penas arriesgadas en procesos que siguen tramitándose. Su muerte lo libró de la cárcel pero lo dejó atado a ese número, para siempre.

 

¿Qué significado político tiene que Contreras haya muerto condenado a 537 años de presidio? ¿Y cómo incide en las lecturas que podemos hacer de esa cifra la conjunción de su muerte con los otros eventos que en las últimas semanas han vuelto a poner sobre el tapete “el problema de los derechos humanos” (“el problema” entre comillas, porque son diversos los sentidos en éste puede considerarse una cuestión pública en busca, todavía, de respuestas institucionales)?. Me refiero a las declaraciones judiciales de dos ex conscriptos que, manifestando su voluntad de romper un pacto de silencio y mentira (que de pacto para ellos parece haber tenido poco), permitieron la reapertura del caso Quemados, por la muerte de Rodrigo Rojas y las gravísimas lesiones causadas a Carmen Gloria Quintana; la confirmación por la Corte Suprema de las condenas por asociación ilícita y secuestro del químico Eugenio Berríos, contra varios uniformados que formaron parte de la Dirección de Inteligencia Nacional del Ejército (DINE), uno de los cuales se suicidó en las horas siguientes para evitar cumplir la pena; y, casi simultáneamente, la decisión de la Corte Suprema de confirmar la concesión del beneficio penitenciario de libertad condicional a dos condenados en el caso Degollados, por el secuestro seguido de homicidio de Manuel Guerrero, Santiago Nattino y José Manuel Parada.

 

La cifra que la muerte de Contreras fijó y que acompañará irreversiblemente su memoria es expresiva, en primer lugar, de la magnitud de su responsabilidad. En este sentido, ese abultado número refleja que son numerosas las historias de dolor y muerte atribuidas a la acción de Contreras como jefe de la DINA. Otros números emergen: catorce personas asesinadas, setenta hombres y mujeres secuestrados y desaparecidos, veintidós personas secuestradas y sometidas a torturas. Cifras cuya dimensión habla por sí sola de una política sistemática de violencia y exterminio.

 

Sin embargo, cuando empezamos a pensar en el horror de cada uno de esos crímenes y de la maquinaria diseñada para cometerlos, cuando comenzamos a hacer sumas y divisiones, los muchos años de condena que carga Contreras parecen pocos. Y es que esa cifra deja entrever también las aporías con que se enfrenta el propósito de hacer justicia a través del derecho frente a violaciones sistemáticas de derechos humanos por agentes del Estado. Pues no parece haber pena proporcional concebible para ese mal radical, ni categoría jurídica penal tradicional capaz de abarcarlo.

 

Con todo, a pesar de la incómoda arbitrariedad de la cifra y aunque resulta obvio que ese número de penas acumuladas es imposible de cumplir, sigue pareciendo significativo que Manuel Contreras, en contraste con Pinochet, haya muerto condenado a todos esos años de prisión (que esto marca una diferencia es algo que parece haber sido advertido también por los incondicionales del dictador, que gritaban fervorosamente, en las manifestaciones tras su muerte, “no lo condenaron”).

 

El significado de esas condenas se vincula con la especial fuerza que nuestra cultura asocia al veredicto de un juez. Por una parte las sentencias condenatorias afirman la ocurrencia de los hechos que juzgan con una peculiar pretensión de verdad, dado que se basan en pruebas que han sido sometidas a la contradicción de las partes y al escrutinio especialmente riguroso requerido por los estándares probatorios penales. En un contexto en el que la mirada al pasado ha estado fuertemente marcada por sesgos ideológicos y en el que por largo tiempo circularon versiones públicas que descartaban una política de terror -desde los enfrentamientos, los ajustes de cuentas, las fugas, hasta los excesos puntuales- esas “verdades judiciales”, respaldadas en pruebas, confirman su existencia con un peso al que otras formas de reconstrucción de los hechos, y en particular las emprendidas por comisiones de verdad, por sí solas no pueden aspirar.

 

Pero además de describir hechos, las sentencias condenatorias les adscriben la calidad de delitos, y a quienes participaron en su ejecución, la calidad de culpables o responsables de ellos, y encarnan, a través de las penas que imponen, el reproche que esas acciones merecen desde el punto de vista de la comunidad política. Relatos de desgracia se transforman de ese modo en relatos de injusticia públicamente reconocida. En el contexto de nuestra transición política, las imputaciones concretas de responsabilidad a agentes del Estado y a las cúpulas de sus organizaciones represivas, y el reproche individualizado de esos actos, expresan también la pretensión de rectificar el pasado de violencia estatal cuya existencia confirman y de que la comunidad política fracturada por esa violencia pueda reconstituirse entorno a esa reprobación.  

 

En esta difícil tarea de hacer justicia con las herramientas del derecho respecto de crímenes que implicaban a fin de cuentas su supresión, el poder judicial ha estado básicamente solo. Tuvo que lidiar solo con la camisa de fuerza de una auto-amnistía. Ha tenido que realizar esfuerzos, en el contexto del antiguo proceso penal escrito y parcialmente inquisitivo, por evitar el castigo de chivos expiatorios y por trazar límites que permitieran distinguir entre, por ejemplo, la responsabilidad del jefe de la Dina y la participación de un conscripto. Ha tenido que seguir lidiando solo con las preguntas por la aplicabilidad de la prescripción gradual y de los beneficios penitenciarios que la ley contempla de manera general para los condenados por sentencias penales. Sobre todas estas cuestiones el poder legislativo se ha mantenido silencioso, dejando que las (otras) instituciones funcionen, eludiendo el debate y la decisión. Sobre la última de ellas cabe decir que es comprensible el desconcierto que provocaron las decisiones judiciales que concedieron hace días atrás el beneficio de la libertad condicional a dos condenados por los secuestros y homicidios de Nattino, Guerrero y Parada (y que no prestan ninguna atención, en sus magros fundamentos, a los argumentos que reclamaban su exclusión). La aporía de la proporcionalidad de nuevo se presenta y vuelve inconcebible que haya otra forma de librarse de cumplir esta clase de condenas que la soledad de la muerte. Pero a la vez se debe recordar que desde hace más de dos años –por ejemplo, en agosto de 2013, con ocasión, precisamente, de la concesión del beneficio de salida dominical a dos condenados en esa misma causa- el Instituto Nacional de Derechos Humanos viene poniendo de relieve la necesidad de una amplia discusión política sobre una cuestión compleja y controvertida, en la que a su juicio se precisan modificaciones legales y reglamentarias, de las que no hay todavía, sin embargo, señal alguna. En lugar de eso, sólo se observan, desde la política, “gestos” de dudoso impacto. Otra vez, la soledad del poder judicial.

 

Daniela Accatino Scagliotti             

Directora del Instituto de Derecho Privado y Ciencias del Derecho  - UACh

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