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Desigualdad, pobreza y políticas públicas (II)

Argumentábamos hace algunas semanas que la indiferencia nacional frente al problema de la desigualdad económica, una de las más altas del mundo, se debe, principalmente, a nuestra incapacidad para enfrentarla. Es esta incapacidad o desconocimiento lo que nos lleva a la indiferencia, no a la inversa. Se trata de afirmaciones que buscan entender la extraña actitud nacional en la materia, pero que nada dicen sobre el origen del problema: ¿Por qué Chile es tan desigual?

 

La desigualdad económica es un problema planetario. En los últimos 30 años, los países del mundo han aumentado sustancialmente, en promedio, sus niveles de desigualdad. Las razones son múltiples. Un factor, probablemente el que primero menciona cierto análisis de izquierda, es la “revolución libertaria”, liderada en los 80s por Ronald Reagan y Margaret Thatcher que, entre otras cosas, redujo agresivamente la progresividad de los respectivos sistemas tributarios. Bajo el ideario-slogan –vigente hasta hoy– de “ampliar la base y reducir las tasas”, se bajaron los impuestos a las mayores rentas personales y a las rentas corporativas, compensándolo con la eliminación de exenciones, un fortalecimiento en la lucha contra la evasión y, en el caso inglés, una masificación de impuestos indirectos. La propuesta parecía irresistible: se rebajarían los agobiantes y distorsionadores impuestos de tramos más altos, se aumentaría la competitividad de las empresas, se fomentaría el trabajo y se facilitaría la acumulación de capital, todo ello sin afectar la recaudación estatal que, incluso, podría hasta aumentar. La sospecha, confirmada en la realidad actual tanto estadounidense como británica, era que difícilmente bajando los impuestos aumentaría la recaudación fiscal, y que, tarde o temprano, se llegaría al dilema de recortar beneficios sociales y/o mantener déficit fiscales crónicos. Especialmente bajo el liderazgo carismático de Reagan se masificó el ideario libertario, hasta entonces sólo popular entre algunos economistas, empresarios y seguidores de Hayeck, Nozich o Friedman, hasta convertirlo en una ideología sino dominante, al menos masiva, que abogaba sin vergüenza ni culpa por el libre mercado, las privatizaciones, la eliminación de regulaciones estatales (“El gobierno no es la solución a nuestros problemas, el gobierno es el problema”, anunciaba alegremente Reagan) y la reducción de esa forma moderna de trabajo forzado: los impuestos.

 

Un segundo factor, especialmente relevante en países desarrollados, fue la modificación de sus estructuras demográficas, con un envejecimiento agudo e inédito, compensado, en la mayoría de los casos, por un aumento de la inmigración de baja calificación. Un tercer factor fue la masificación del Impuesto al Valor Agregado (IVA), regresivo, pero simple, barato y económicamente neutro, nacido en Francia como complemento menor a los impuestos a las rentas, pero rápidamente dominante en países subdesarrollados.

 

Sin embargo, es probablemente el cuarto factor el que alimentó en forma principal el aumento de la desigualdad: en los últimos 30 años el mercado laboral y, en menor medida, las retribuciones al capital, han sufrido cambios sustanciales. Hoy, producto de la movilidad internacional de servicios, incrementos tecnológicos, aumentos de productividad vinculados al conocimiento y globalización en general, el trabajo de alta especialización y el capital son mucho más rentables que hace apenas una generación. Un trabajador con conocimientos críticos, por ejemplo, en mercados bursátiles, intermediación o tecnología puede ganar 30 o 40 veces el sueldo promedio de sus economías; los ingresos provenientes del capital a través de intereses, dividendos o ganancias de capital son hoy significativamente mayores que hace apenas tres décadas.

 

Es indudable que estos factores han impactado en Chile, con su economía pequeña y abierta. Desde ese punto de vista, considerando que la desigualdad no ha aumentado, podríamos hasta felicitarnos, si no fuera porque la nuestra es –y ha sido siempre– una de las más altas del mundo, un consuelo muy poco edificante. ¿Por qué Chile ha sido siempre tan desigual? Los factores son, nuevamente, múltiples. Primero, en economías que tienden a la mono-exportación, como la chilena –bajo el dominio del salitre, primero y, luego, del cobre–, las divisas “duras” se concentran en los capitales y trabajo que los producen. Basta observar los ingresos de los trabajadores del cobre o los retornos de las grandes empresas mineras para constatarlo.

 

Otro factor tiene que ver con la educación. La mayor parte de la desigualdad chilena se explica por la diferencia de ingresos entre el primer decil y los restantes. De hecho, la distribución de ingresos entre los otros 9 deciles es más igualitaria que la de Estados Unidos o Canadá. ¿A qué se debe el desproporcionado ingreso del primer decil? Dos elementos confluyen. Por una parte, los trabajadores con estudios universitarios reciben en nuestro mercado laboral, en promedio, un “bono” de ingresos excesivo. Desde luego, es razonable esperar que personas con estudios universitarios ganen, en promedio, sueldos superiores a quienes carecen de ellos. Esto sucede en todo el mundo. Lo que resulta inusual es el nivel de esta diferencia en Chile. De hecho, la diferencia es la más alta de entre los países con información comparable, duplicando el de EE.UU. y cuadruplicando el de Noruega. El segundo elemento es que todos los trabajadores con estudios básicos y medios, sin importar el nivel de estudios, esto es, sin importar si han cursado 2, 5 o 12 años de escolaridad, tienden a recibir un ingreso igualmente bajo. Este segundo elemento, sorprende desde cualquier punto de vista: ¿Cómo es posible que el ingreso tienda a ser el mismo sin importar el nivel educacional? Las conclusiones son evidentes: la educación básica y media, aunque masiva, es de muy baja calidad, por lo que no es retribuida mediante salarios; en cambio, la universitaria, aunque de nivel aceptable, es todavía muy escasa, y se premia con un ingreso desproporcionado. Respecto a la educación universitaria, sin embargo, cabe una prevención: en los últimos 10 años su acceso se ha masificado, por lo que deberán realizarse los estudios pertinentes para verificar el impacto de esta nueva realidad en el mercado laboral.

 

También hay un factor tributario relevante. Chile carece de un sistema progresivo en su origen (antes de considerar el destino del gasto). La distribución de ingresos antes de aplicar impuestos es menos desigual que luego de ello, una situación anómala a nivel internacional. ¿Por qué es así? La principal razón es el predominio del IVA y otros impuestos indirectos, esencialmente regresivos, situación habitual en países en desarrollo. En el año 2009, por ejemplo, el IVA más otros impuestos indirectos (combustibles, timbres y estampillas, etc.) representaron un 62,6% de los ingresos fiscales; mientras que los impuestos a la renta, sólo un 34%. Además, el impuesto a las rentas personales, aunque progresivo, lo es menos de lo que las tablas parecen indiciar, consecuencia de numerosos beneficios tributarios que grupos económicos y contribuyentes de rentas altas han logrado obtener, situación también habitual en países subdesarrollados, pero especialmente marcado en países latinoamericanos. Piénsese en el tratamiento especial vigente a las rentas de la agricultura, transporte, construcción y mercados bursátiles, entre otros; y en beneficios tributarios esencialmente diseñados para rentas altas, como APVs, descuento de intereses hipotecarios, rentas DFL2, rentas accionarias, etc. Otro elemento es nuestra cultura legal “literalista” y la ausencia de normas de control adecuadas, que han abierto nuestro sistema impositivo, especialmente en el ámbito de los impuestos a la renta, a la elusión tributaria, esto es, a la utilización de mecanismos más o menos sofisticados que permiten alcanzar resultados económicos que normalmente debieran generar impuestos, pero se evitan mediante la manipulación, imprevista para el legislador, de las estructuras jurídicas utilizadas. En Chile, muchas veces, si se cuenta con buena asesoría, no es necesario evadir impuestos para no pagarlos, basta con eludirlos. Un factor final, aunque cada vez menos relevante, es nuestra relativa pobreza, que reduce el rendimiento de la tributación sobre rentas personales. ¿Pretender un sistema tributario progresivo en el origen es una preocupación de izquierdas? El actual gobierno conservador Británico ha solicitado un estudio de reforma tributaria sobre tres bases: progresividad, simpleza y baja distorsión económica. Aunque el segundo y tercer elementos se consideran altamente convenientes, sólo el primero se presenta como esencial.

 

En síntesis, Chile enfrenta el problema de la desigualdad dependiendo básicamente de una mono-exportación, con una educación socialmente segmentada que luego de 12 años no permite a nuestros jóvenes de menores recursos entender lo que leen o realizar operaciones aritméticas básicas, con un acceso universitario todavía limitado y pagado en exceso (aunque este sea un punto en desarrollo a analizar), y con un sistema tributario regresivo, todo en un contexto mundial que tiende a la concentración de riqueza. Se trata, qué duda cabe, de un desafío mayor. ¿No es mejor seguir haciendo lo que podemos, olvidando algo que parece más bien imposible? Quizá no podamos combatir la desigualdad, pero sí la pobreza. ¿No es mejor perseverar en el asistencialismo? La respuesta depende, en gran medida, de cuan inaceptable nos resulte la actual desigualdad. Esto, a su vez, depende del concepto de justicia social a que adscribamos y de los costos que esta desigualdad implica. A estos puntos nos abocaremos en una columna siguiente.

 

Hugo Osorio Morales

Profesor de Economìa y Derecho Tributario - UACh

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